domingo, 23 de noviembre de 2014

I. Atendamos a cómo el Papa Francisco, al igual que el matrimonio K en la Argentina después del 19/20, salva al capitalismo. Crea, entre los de abajo, la fe en la posibilidad de humanizar al sistema. Comencemos por reflexionar:


Sobre el poder simbólico*
Conferencia en Chicago, abril de 1973
Por Pierre Bourdieu 

Este texto no debe de ser leído como una historia –incluso escolar– de las teorías del simbolismo, ni menos aún como una suerte de reconstrucción seudohegeliana de los pasos que habrían conducido, por superaciones sucesivas, hacia la “teoría final”. Si la “inmigración de las ideas”, como dice Marx, se hace raramente sin prejuicios, es porque ella separa las producciones culturales del sistema de referencias teóricas, en relación a las cuales son definidas, consciente o inconscientemente; es decir, del campo de producción jalonado por nombres propios o conceptos en –ismo, para cuya definición ellas contribuyen menos de lo que él las define. Por esta razón, las situaciones de “inmigración” imponen, con una fuerza particular, la actualización del horizonte de referencia que, en las situaciones ordinarias, pueden permanecer en estado implícito. Pero va de suyo que el hecho de repatriar ese producto de exportación implica graves peligros de ingenuidad y de simplificación –y también grandes riesgos, puesto que entrega un instrumento de objetivación. Sin embargo, en un estado del campo en el que se va el poder por todas partes, como en otros tiempos se rechazaba reconocerlo allí donde salta a los ojos, no es útil recordar –sin hacer jamás, como otra manera de disolverlo, una suerte de “círculo cuyo centro está en todas partes y en ninguna parte”–, que es necesario saber descubrirlo allí donde menos se ofrece a la vista, allí donde está más perfectamente desconocido, por tanto reconocido: el poder simbólico es, en efecto, ese poder invisible que no puede ejercerse sino con la complicidad de los que no quieren saber que lo sufren o que lo ejercen. (…)

Primera síntesis Instrumentos de conocimiento y de comunicación, los “sistemas simbólicos” no pueden ejercer un poder estructurante sino porque son estructurados. El poder simbólico es un poder de construcción de la realidad que tiende a establecer un orden gnoseológico: el sentido inmediato del mundo (y, en particular, del mundo social) supone lo que Durkheim llama el conformismo lógico, es decir “una concepción homogénea del tiempo, del espacio, del número, de la causa, que hace posible el acuerdo entre las inteligencias”. Durkheim –o, después de él, Radcliffe-Brown, que hace descansar la “solidaridad social” en el hecho de compartir un sistema simbólico– tiene el mérito de señalar explícitamente la función social (en el sentido del estructural-funcionalismo) del simbolismo, auténtica función política que no se reduce a la función de comunicación de los estructuralistas. Los símbolos son los instrumentos por excelencia de la “integración social”: en cuanto que instrumentos de conocimiento y de comunicación (cf. el análisis durkeimniano de la festividad), hacen posible el consenso sobre el sentido del mundo social, que contribuye fundamentalmente a la reproducción del orden social: la integración “lógica” es la condición de la integración moral”. 

Segunda síntesis Contra todas las formas del error “interaccionista” que consiste en reducir las relaciones de fuerza a relaciones de comunicación, no es suficiente señalar que las relaciones de comunicación son siempre, inseparablemente, relaciones de poder que dependen, en su forma y contenido, del poder material o simbólico acumulado por los agentes (o las instituciones) comprometidos en esas relaciones y que, como el don o el potalch, pueden permitir acumular poder simbólico. En cuanto instrumentos estructurados y estructurantes de comunicación y de conocimiento, los “los sistemas simbólicos” cumplen su función de instrumentos o de imposición de legitimación de la dominación que contribuyen a asegurar la dominación de una clase sobre otra (violencia simbólica) aportando el refuerzo de su propia fuerza a las relaciones de fuerza que las fundan, y contribuyendo así, según la expresión de Weber, a la “domesticación de los dominados”. 

Las diferentes clases y fracciones de clase están comprometidas en una lucha propiamente simbólica para imponer la definición del mundo social más conforme a sus intereses, el campo de las tomas de posición ideológicas que reproduce, bajo una forma transfigurada, el campo de las posiciones sociales.   Pueden plantear esta lucha ya sea directamente, en los conflictos simbólicos de la vida cotidiana, ya sea por procuración, a través de la lucha que libran los especialistas de la producción simbólica (productores de tiempo completo) y tienen por apuesta el monopolio de la violencia simbólica legítima (cf. Weber), es decir, del poder de imponer (ciertamente de inculcar) instrumentos de conocimiento y de expresión (taxonomías) arbitrarias (pero ignoradas como tales) de la realidad social. El campo de producción simbólica es un microcosmos de la lucha simbólica entre las clases: sirviendo a sus propios intereses en la lucha interna en el campo de producción (y en esta medida solamente), los productores sirven a los intereses de los grupos exteriores al campo de producción. 

La clase dominante es el lugar de las luchas por la jerarquía de los principios de jerarquización: las fracciones dominantes, cuyo poder descansa sobre el poder económico, apuntan a imponer la legitimidad de su dominación, ya sea por su propia producción simbólica, ya sea por la intermediación de las ideologías conservadoras que no sirven verdaderamente jamás a los intereses de los dominantes sino por añadidura y que amenazan siempre desviar a su beneficio el poder de definición del mundo social que detienen por delegación; la fracción dominada (clérigos o “intelectuales” y “artistas”, según la época) tienden siempre a ubicar el capital específico, al cual debe su posición, en la cima de la jerarquía de los principios de jeraquización. 


IV. Instrumentos de dominación estructurantes porque son estructurados 
Los sistemas ideológicos que los especialistas producen por y para la lucha por el monopolio de la producción ideológica legítima, reproducen bajo una forma irreconocible, por intermediación de la homología entre el campo de las ciencias sociales, la estructura del campo de las clases sociales. Los “sistemas simbólicos” se distinguen, fundamentalmente, según sean producidos y al mismo tiempo apropiados por el conjunto de un grupo o, al contrario, sean producidos por un cuerpo de especialistas y, más precisamente, por un campo de producción y de circulación relativamente autónomo: la historia de la transformación del mito en religión (ideología) no es separable de la historia de la constitución de un cuerpo de productores especializados en discurso y en ritos religiosos, es decir del progreso de la división del trabajo religioso –siendo él mismo una dimensión del progreso de la división del trabajo social, por tanto, de la división de clases– que conduce, entre otras consecuencias a desposeer a los laicos de los instrumentos de producción simbólica. 

Las ideologías deben su estructura y sus funciones más específicas a las condiciones sociales de su producción y de su circulación, es decir, a las funciones que cumplen inicialmente para los especialistas en concurrencia por el monopolio de la competencia considerada (religiosa, artística, etc.) y, secundariamente por añadidura, para los no especialistas. Recordar que las ideologías están siempre doblemente determinadas– que deben sus características más específicas no solamente a los intereses de las clases o de las fracciones de clases que expresan (función de sociodicea), sino también los intereses específicos de los que las producen y a la lógica específica del campo de producción (comúnmente transfigurada en ideología de la “creación y del “creador”)– es darse el medio de escapar a la reducción brutal de los productos ideológicos a los intereses de las clases que ellos sirven (efecto de “cortocircuito” frecuente en la crítica “marxista”), sin sucumbir a la ilusión idealista que consiste en tratar las producciones ideológicas como totalidades autosuficientes y auto-engendradas susceptibles de un análisis puro y puramente interno (semiología). 

La función propiamente ideológica del campo de producción ideológica se cumple de manera casi automática, sobre la base de la homología de estructura entre el campo de producción ideológica y el campo de la lucha de clases. La homología entre los campos hace que las luchas por lo que está en juego, específicamente en el campo autónomo, produzcan automáticamente formas eufemizadas de las luchas económicas y políticas entre las clases: es en la correspondencia de estructura a estructura que se cumple la función propiamente ideológica del discurso dominante, medio estructurado y estructurante tendiente a imponer la aprehensión del orden establecido como natural (ortodoxia) a través de la imposición enmascarada (por tanto, desconocida como tal) de sistemas de clasificación y de estructuras mentales objetivamente ajustadas a las estructuras sociales. El hecho de que la correspondencia no se efectúe sino de sistema a sistema enmascara, tanto a los ojos de los productores mismo cuanto a los ojos de los profanos, que los sistemas de clasificación internos reproducen, bajo una forma irreconocible, las taxonomías directamente políticas, y que la axiomática específica de cada campo especializado es la forma transformada (conforme a las leyes específicas del campo) de los principios fundamentales de la división del trabajo (por ejemplo, el sistema de clasificación universitaria, que moviliza bajo una forma irreconocible las divisiones objetivas de la estructura social y, especialmente, la división del trabajo –teórico y práctico–, convierte propiedades sociales en propiedades de naturaleza).

El efecto propiamente ideológico consiste precisamente en la imposición de sistemas de clasificación políticos bajo las apariencias legítimas de taxonomías filosóficas, religiosas, jurídicas, etc. Los sistemas simbólicos deben su fuerza propia al hecho de que las relaciones de fuerza que allí se expresan no se manifiestan sino bajo la forma irreconocible de relaciones de sentido (desplazamiento). 

El poder simbólico como poder de constituir lo dado por la enunciación, de hacer ver y de hacer creer, de confirmar o de transformar la visión del mundo, por lo tanto el mundo; poder casi mágico que permite obtener el equivalente de lo que es obtenido por la fuerza (física o económica), gracias al efecto específico de movilización, no se ejerce sino él es reconocido, es decir, desconocido como arbitrario. Esto significa que el poder simbólico no reside en los “sistemas simbólicos” bajo la firma de una “illocutionary force”, sino que se define en y por una relación determinada entre los que ejercen el poder y los que los sufren, es decir, en la estructura misma del campo donde se produce y se reproduce la creencia.

Lo que hace el poder de las palabras y las palabras de orden,  poder de mantener el orden o de subvertirlo, es la creencia en la legitimidad de las palabras y de quien las pronuncia, creencia cuya producción no es competencia de las palabras. 

El poder simbólico, poder subordinado, es una forma transformada 
–es decir, irreconocible, transfigurada y legitimada–, de las otras formas de poder: no se puede superar la alternativa de los modelos energéticos que describen las relaciones sociales como relaciones de fuerza y de los modelos cibernéticos que hacen, de ellas, relaciones de comunicación, sino a condición de describir las leyes de transformación que rigen la transmutación de las diferentes especies de capital en capital simbólico, y, en particular, el trabajo de disimulación y de transfiguración (en una palabra, de eufemización) que asegura una verdadera transubstanciación de las relaciones de fuerza haciendo desconocer-reconocer  la violencia que ellas encierran objetivamente, y transformándolas así en poder simbólico, capaz de producir efectos reales sin gasto aparente de energía.

* *Texto extraído de: Bourdieu, Pierre, “Sobre el poder simbolico”, en Intelectuales, política y poder, traducción de Alicia Gutiérrez, Buenos Aires, UBA/ Eudeba, 2000, pp. 65-73.

Fuente: http://www.uruguaypiensa.org.uy/imgnoticias/1040.pdf

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