Sobre el poder simbólico*
Conferencia en Chicago, abril de
1973
Por Pierre Bourdieu
Este texto
no debe de ser leído como una historia –incluso escolar– de las teorías
del simbolismo, ni menos aún como una suerte de reconstrucción seudohegeliana
de los pasos que habrían conducido, por superaciones sucesivas, hacia la
“teoría final”. Si la “inmigración de las ideas”, como dice Marx, se hace
raramente sin prejuicios, es porque ella separa las producciones
culturales del sistema de referencias teóricas, en relación a las cuales son definidas,
consciente o inconscientemente; es decir, del campo de producción jalonado
por nombres propios o conceptos en –ismo, para cuya definición ellas
contribuyen menos de lo que él las define. Por esta razón, las situaciones
de “inmigración” imponen, con una fuerza particular, la actualización del
horizonte de referencia que, en las situaciones ordinarias, pueden permanecer
en estado implícito. Pero va de suyo que el hecho de repatriar ese
producto de exportación implica graves peligros de ingenuidad y de
simplificación –y también grandes riesgos, puesto que entrega un
instrumento de objetivación. Sin embargo, en un estado del campo en el que
se va el poder por todas partes, como en otros tiempos se rechazaba
reconocerlo allí donde salta a los ojos, no es útil recordar –sin hacer
jamás, como otra manera de disolverlo, una suerte de “círculo cuyo centro
está en todas partes y en ninguna parte”–, que es necesario saber
descubrirlo allí donde menos se ofrece a la vista, allí donde está más
perfectamente desconocido, por tanto reconocido: el poder simbólico es, en
efecto, ese poder invisible que no puede ejercerse sino con la complicidad
de los que no quieren saber que lo sufren o que lo ejercen. (…)
Primera síntesis Instrumentos de conocimiento
y de comunicación, los “sistemas simbólicos” no pueden ejercer un poder
estructurante sino porque son estructurados. El poder simbólico es un poder de
construcción de la realidad que tiende a establecer un orden gnoseológico:
el sentido inmediato del mundo (y, en particular, del mundo social) supone
lo que Durkheim llama el conformismo lógico, es decir “una concepción
homogénea del tiempo, del espacio, del número, de la causa, que hace posible
el acuerdo entre las inteligencias”. Durkheim –o, después de él,
Radcliffe-Brown, que hace descansar la “solidaridad social” en el hecho de
compartir un sistema simbólico– tiene el mérito de señalar explícitamente
la función social (en el sentido del estructural-funcionalismo) del
simbolismo, auténtica función política que no se reduce a la función de
comunicación de los estructuralistas. Los símbolos son los instrumentos
por excelencia de la “integración social”: en cuanto que instrumentos de
conocimiento y de comunicación (cf. el análisis durkeimniano de la
festividad), hacen posible el consenso sobre el sentido del mundo social,
que contribuye fundamentalmente a la reproducción del orden social: la
integración “lógica” es la condición de la integración moral”.
Segunda síntesis Contra todas las formas del
error “interaccionista” que consiste en reducir las relaciones de fuerza
a relaciones de comunicación, no es suficiente señalar que las relaciones
de comunicación son siempre, inseparablemente, relaciones de poder que
dependen, en su forma y contenido, del poder material o simbólico
acumulado por los agentes (o las instituciones) comprometidos en
esas relaciones y que, como el don o el potalch, pueden permitir acumular
poder simbólico. En cuanto instrumentos estructurados y estructurantes de
comunicación y de conocimiento, los “los sistemas simbólicos” cumplen su
función de instrumentos o de imposición de legitimación de la
dominación que contribuyen a asegurar la dominación de una clase sobre
otra (violencia simbólica) aportando el refuerzo de su propia fuerza a las
relaciones de fuerza que las fundan, y contribuyendo así, según la
expresión de Weber, a la “domesticación de los dominados”.
Las
diferentes clases y fracciones de clase están comprometidas en una lucha
propiamente simbólica para imponer la definición del mundo social más
conforme a sus intereses, el campo de las tomas de posición ideológicas
que reproduce, bajo una forma transfigurada, el campo de las posiciones
sociales. Pueden plantear esta lucha ya sea directamente, en los
conflictos simbólicos de la vida cotidiana, ya sea por procuración, a
través de la lucha que libran los especialistas de la producción simbólica
(productores de tiempo completo) y tienen por apuesta el monopolio de
la violencia simbólica legítima (cf. Weber), es decir, del poder de
imponer (ciertamente de inculcar) instrumentos de conocimiento y de
expresión (taxonomías) arbitrarias (pero ignoradas como tales) de la
realidad social. El campo de producción simbólica es un microcosmos de la lucha
simbólica entre las clases: sirviendo a sus propios intereses en la lucha
interna en el campo de producción (y en esta medida solamente), los
productores sirven a los intereses de los grupos exteriores al campo de
producción.
La clase dominante es el lugar de las luchas por la
jerarquía de los principios de jerarquización: las fracciones dominantes,
cuyo poder descansa sobre el poder económico, apuntan a imponer
la legitimidad de su dominación, ya sea por su propia producción
simbólica, ya sea por la intermediación de las ideologías conservadoras
que no sirven verdaderamente jamás a los intereses de los dominantes sino
por añadidura y que amenazan siempre desviar a su beneficio el poder
de definición del mundo social que detienen por delegación; la fracción
dominada (clérigos o “intelectuales” y “artistas”, según la época) tienden
siempre a ubicar el capital específico, al cual debe su posición, en la
cima de la jerarquía de los principios de jeraquización.
IV. Instrumentos de dominación
estructurantes porque son estructurados
Los
sistemas ideológicos que los especialistas producen por y para la lucha por el
monopolio de la producción ideológica legítima, reproducen bajo una forma
irreconocible, por intermediación de la homología entre el campo de las
ciencias sociales, la estructura del campo de las clases sociales. Los
“sistemas simbólicos” se distinguen, fundamentalmente, según sean producidos y
al mismo tiempo apropiados por el conjunto de un grupo o, al contrario,
sean producidos por un cuerpo de especialistas y, más precisamente, por un
campo de producción y de circulación relativamente autónomo: la historia
de la transformación del mito en religión (ideología) no es separable de
la historia de la constitución de un cuerpo de productores especializados
en discurso y en ritos religiosos, es decir del progreso de la división del
trabajo religioso –siendo él mismo una dimensión del progreso de la
división del trabajo social, por tanto, de la división de clases–
que conduce, entre otras consecuencias a desposeer a los laicos de los
instrumentos de producción simbólica.
Las
ideologías deben su estructura y sus funciones más específicas a las
condiciones sociales de su producción y de su circulación, es decir, a las
funciones que cumplen inicialmente para los especialistas en concurrencia
por el monopolio de la competencia considerada (religiosa,
artística, etc.) y, secundariamente por añadidura, para los no especialistas.
Recordar que las ideologías están siempre doblemente determinadas– que
deben sus características más específicas no solamente a los intereses de
las clases o de las fracciones de clases que expresan (función de sociodicea),
sino también los intereses específicos de los que las producen y a la
lógica específica del campo de producción (comúnmente transfigurada en
ideología de la “creación y del “creador”)– es darse el medio de escapar a
la reducción brutal de los productos ideológicos a los intereses de las clases
que ellos sirven (efecto de “cortocircuito” frecuente en la crítica
“marxista”), sin sucumbir a la ilusión idealista que consiste en tratar
las producciones ideológicas como totalidades autosuficientes
y auto-engendradas susceptibles de un análisis puro y puramente interno
(semiología).
La función
propiamente ideológica del campo de producción ideológica se cumple de manera
casi automática, sobre la base de la homología de estructura entre el
campo de producción ideológica y el campo de la lucha de clases. La
homología entre los campos hace que las luchas por lo que está en juego,
específicamente en el campo autónomo, produzcan automáticamente formas
eufemizadas de las luchas económicas y políticas entre las clases: es en
la correspondencia de estructura a estructura que se cumple la función
propiamente ideológica del discurso dominante, medio estructurado y
estructurante tendiente a imponer la aprehensión del orden establecido como
natural (ortodoxia) a través de la imposición enmascarada (por tanto, desconocida
como tal) de sistemas de clasificación y de estructuras mentales
objetivamente ajustadas a las estructuras sociales. El hecho de que la
correspondencia no se efectúe sino de sistema a sistema enmascara, tanto a los
ojos de los productores mismo cuanto a los ojos de los profanos, que los
sistemas de clasificación internos reproducen, bajo una forma
irreconocible, las taxonomías directamente políticas, y que la axiomática
específica de cada campo especializado es la forma transformada (conforme a las
leyes específicas del campo) de los principios fundamentales de la
división del trabajo (por ejemplo, el sistema de clasificación
universitaria, que moviliza bajo una forma irreconocible las
divisiones objetivas de la estructura social y, especialmente, la división
del trabajo –teórico y práctico–, convierte propiedades sociales en
propiedades de naturaleza).
El efecto propiamente ideológico consiste
precisamente en la imposición de sistemas de clasificación políticos bajo las
apariencias legítimas de taxonomías filosóficas, religiosas, jurídicas,
etc. Los sistemas simbólicos deben su fuerza propia al hecho de que las
relaciones de fuerza que allí se expresan no se manifiestan sino bajo la
forma irreconocible de relaciones de sentido (desplazamiento).
El poder
simbólico como poder de constituir lo dado por la enunciación, de hacer ver y
de hacer creer, de confirmar o de transformar la visión del mundo, por lo
tanto el mundo; poder casi mágico que permite obtener el equivalente de lo
que es obtenido por la fuerza (física o económica), gracias al efecto
específico de movilización, no se ejerce sino él es reconocido, es decir,
desconocido como arbitrario. Esto significa que el poder simbólico no
reside en los “sistemas simbólicos” bajo la firma de una “illocutionary
force”, sino que se define en y por una relación determinada entre los que
ejercen el poder y los que los sufren, es decir, en la estructura misma del
campo donde se produce y se reproduce la creencia.
Lo que
hace el poder de las palabras y las palabras de orden, poder de mantener
el orden o de subvertirlo, es la creencia en la legitimidad de las palabras y
de quien las pronuncia, creencia cuya producción no es competencia de las
palabras.
El poder
simbólico, poder subordinado, es una forma transformada
–es decir, irreconocible, transfigurada y legitimada–, de las otras formas de poder:
no se puede superar la alternativa de los modelos energéticos que
describen las relaciones sociales como relaciones de fuerza y de los modelos
cibernéticos que hacen, de ellas, relaciones de comunicación, sino a condición
de describir las leyes de transformación que rigen la transmutación de las
diferentes especies de capital en capital simbólico, y, en particular, el
trabajo de disimulación y de transfiguración (en una palabra, de
eufemización) que asegura una verdadera transubstanciación de las relaciones de
fuerza haciendo desconocer-reconocer la violencia que ellas
encierran objetivamente, y transformándolas así en poder simbólico, capaz
de producir efectos reales sin gasto aparente de energía.
*
*Texto extraído
de: Bourdieu, Pierre, “Sobre el poder simbolico”, en Intelectuales, política y poder, traducción de Alicia Gutiérrez,
Buenos Aires, UBA/ Eudeba, 2000, pp. 65-73.
Fuente: http://www.uruguaypiensa.org.uy/imgnoticias/1040.pdf
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