martes, 17 de junio de 2014

Tomemos conciencia que "honrar la deuda" y el "desendeudamiento" legalizan la gran estafa. Enfrentemos "el sistema de la deuda, para terminar con su deletérea esclavitud".


Sobre el acuerdo con el Club de París (II)

Por Alejandro Olmos Gaona (especial para ARGENPRESS.info)

Con motivo de la denuncia penal efectuada por el Senador Pino Solanas contra el Ministro de Economía y Finanzas Públicas, Axel Kicillof el Jefe de Gabinete de Ministros, Jorge M. Capitanich, efectuó declaraciones indicando que el acuerdo con el Club de Paris era claro y transparente, reuniendo todos los requisitos formales. El mismo día, en la página web del Ministerio de Economía, se publicó un comunicado, descalificando la denuncia donde además de consignarse afirmaciones inexactas, se volvió a insistir sobre el cumplimiento de los procedimientos legales respecto a la negociación, lo que resulta una evidencia más, de cómo no se cumplen las disposiciones legales que rigen el endeudamiento público, manifestándose que judicializar decisiones políticos era una muestra de la falta de ideas de la oposición.

Como he asesorado a Solanas en este tema, que hace tiempo vengo investigando voy a precisar una serie de hechos relacionados, con la denuncia que tramita ante que se efectuara contra el Ministro de Economía, por la negociación llevada a cabo con el Club de París, que terminara el día 29 de mayo mediante un acuerdo secreto, que no ha sido dado a conocer como era obligación de Ministro, ante algo no solo de trascendencia pública, que afecta las finanzas actuales y futuras del país, sino que se ha obviado al Congreso de la Nación, que es el único que tiene competencias específicas para el arreglo de la deuda pública, conforme lo establece la Constitución Nacional. Aunque se ha hecho una costumbre, el reemplazar al Congreso de la Nación, en tales negociaciones, suponiéndose que existe una tácita delegación de facultades, tal situación no solo no es admisible, sino que no puede ser convalidada, poniendo una vez más de manifiesto una situación que repugna al orden legal de la República.

Esta negociación secreta con el Club de París, no es algo nuevo, ya que el secretismo, parece haber imperado de manera categórica en negociaciones que al afectar al conjunto de los ciudadanos deberían ser públicas. El secretismo no sólo está relacionado con los documentos secretos, reservados o confidenciales, sino con toda aquella documentación donde se manejan contrataciones del Estado, pre-contratos, información económica sensible, documentos diplomáticos y todos aquellos papeles que por su naturaleza debieran ser públicos como corresponde a un gobierno republicano y democrático. Pareciera que los funcionarios desde hace décadas, se hubieran apropiado de la función pública, no prestando un servicio, sino ejerciendo sus cargos de manera discrecional, decidiendo en cada caso qué se informa y que no, lo que permite que los asuntos de Estado que debieran comunicarse, siempre estén sometidos a una suerte de censura, que responde a la arbitraria decisión de un funcionario, sin que exista control alguno sobre tales conductas, ni posibilidad de ejercer reclamos sobre las mismas.

La falta de transparencia permite que se puedan realizar negociaciones lesivas al interés del Estado, contrataciones inconvenientes, actos ilícitos, tramitaciones irregulares y una variada gama de actos administrativos que la ciudadanía ignora y que escapan al control de los organismos públicos, que cantidades de veces no son informados, y en muchos casos ante sus requerimientos se les niega la información que han solicitado.

En la demorada y larga investigación llevada a cabo por el Juzgado en lo Criminal y Correccional Federal N° 2 sobre el endeudamiento externo, que iniciara mi padre en el año 1982, tanto el Banco Central, como el Ministerio de Economía, se negaron a entregar documentos, y a informar lo requerido por el Tribunal, debiendo ser intimados a hacerlo. En otras oportunidades debieron reiterar pedidos que nunca se cumplían, o acceder a pedidos de ampliación de plazos, porque la documentación no se encontraba o resultaba de difícil acceso.

Precisamente en el caso del endeudamiento externo, y con excepción de las normas legales respectivas (leyes y decretos), y las pocas informaciones publicadas en la página web del Ministerio de Economía, es exiguo lo que se conoce, sin que en ningún caso se sepa cómo se instrumentaron los contratos, los que intervinieron en la celebración de los mismos, las comisiones que se pagaron, los cuantiosos honorarios pagados a abogados extranjeros. Todo realizado en el más absoluto secreto sobre operaciones, que aún hoy significan una formidable transferencia de recursos. Pareciera que el comprometer abultados fondos para el pago a los acreedores, debiera permanecer en la oscuridad más absoluta, consagrando así la impunidad de los que negociaron desde siempre el patrimonio público.

Ante la certeza de que se estaban realizando negociaciones que podían afectar el patrimonio de los argentinos debimos recurrir a la Justicia Federal, ante la reiterada negativa de los funcionarios a entregar documentación, quienes utilizaban supuestos argumentos de confidencialidad, que podían ser admisibles en el caso de que el requerimiento partiera de un ciudadano común, pero resultaban injustificables cuando el pedido lo efectuaba una de las Comisiones de la Cámara de Diputados de la Nación.

Así como hoy se mantiene en secreto el Acuerdo con el Club de París, lo mismo ha ocurrido con todos los detalles del canje de deuda del año 2010, lo que determinó que se denunciara penalmente al entonces Ministro de Economía, Amado Boudou, en una causa en trámite ante el juzgado en lo Criminal y Correccional Federal a cargo del Dr. Ariel Lijo, ya que nunca se dieron los nombres de los acreedores, y excepto los prospectos oficiales de la negociación, nunca se supo a cuando se habían comprado los títulos y el papel de la consultora Arcadia en la negociación. Esto muestra el acostumbramiento a la violación constitucional, a la desinformación constante, y a la ingenua y equívoca creencia, de que un asunto de gran relevancia como el endeudamiento externo del país, son tratados con el rigor que corresponde, lo que ha llevado a tener que aceptar acuerdos y negociaciones inaceptables, encubiertas mediante campañas publicitarias, que han hecho creer sobre los beneficios que encerraban las mismas. En suma se deciden sumas millonarias, burlando la Constitución y unos cuantos funcionarios deciden pagar lo que se les exige, en un país con más de un 25% de personas en situación de pobreza y más de 4 millones de jubilados que cobran 2700, pesos, la mitad de la canasta familiar básica.

Aunque parezca increíble, se le oculta al pueblo que desde la dictadura militar se han pagado casi 400.000 millones de dólares en concepto de amortizaciones e intereses. Sólo en los últimos diez años, según informara la Presidenta de la Nación se pagaron 173.000 millones de esa moneda, y seguimos teniendo una deuda pública que excede los 220.000 millones de dólares, mitad de la cual está en manos de acreedores extranjeros. Deuda investigada supuestamente por el Juzgado federal N° 2, donde se siguen acumulando las pruebas, sin que haya decisión alguna del actual Juez interviniente de seguir hasta sus últimas consecuencias, en conocer como se gestaron todas las obligaciones con el exterior.


Este Acuerdo con el Club de París, es la culminación de un nuevo fraude a los intereses públicos, una nueva exacción a los dineros del Estado, es la continuidad de una política comenzada por la dictadura, y seguida escrupulosamente por todos los gobiernos constitucionales desde 1983 en adelante, sin que ninguno de ellos se decidiera a investigar qué es lo que se pagaba, porqué se pagaba, identificando a los responsables, de la mayor estafa al pueblo de la Nación.

Es
por eso, que dado lo oscuro e ilegal de la negociación que ha sido materia de esta denuncia y del porqué de la misma, creo necesario efectuar algunas precisiones, para aventar dudas, y mostrar la razonabilidad de este pedido de investigación
. (…) Leer

Alejandro Olmos Gaona continúa sobre cómo se censura  la denuncia e identificación  "a los responsables, de la mayor estafa al pueblo de la Nación":

La judicialización de las decisiones políticas
El comunicado del Ministerio de Economía, termina refiriéndose a la judicialización de las decisiones políticas, debido a las falta de ideas o propuestas, por parte de la oposición. Yo no soy opositor por sistema, y hace años vengo investigando estos temas, iniciando acciones judiciales, presentando pruebas, y planteando propuestas de que es lo que se debería hacer en el tema de la deuda pública. Esto no me preocupa, pero si que un Ministro de la Nación no conozca la doctrina, y la competencia que tiene el Poder Judicial, para atender cuestiones, que puedan afectar a los ciudadanos.

Existe un criterio muy extendido que sostiene la dirigencia política, algunos interesados politólogos o analistas, una variada gama de comunicadores sociales caracterizados por su ignorancia en la materia y aún algunos cultores del derecho judicial, y
es aquel que sostiene la inviabilidad de que los actos del Poder Ejecutivo puedan ser materia de revisión por el Poder Judicial. Se entiende en forma errónea que tales actos no pueden ser materia de control alguno, debido a que son el producto de facultades privativas y propias del poder que las ejerce.

Desde muy antiguo se ha alegado que admitir el control judicial de los actos emanados del poder político significaría una clara violación de la división de los poderes, al permitir la injerencia de uno de ellos en el ámbito en el que se desenvuelve el otro poder; y en un sistema marcadamente presidencialista como el nuestro ello significaría una inadmisible intromisión, que de realizarse alteraría sustancialmente un esquema constitucional que ha señalado competencias específicas en las que debe desenvolverse cada uno de esos poderes. Ésta cuestión del control judicial de los actos ejercidos por el poder administrador constituye un tema clásico de la teoría del Derecho que ha sido largamente discutido. Algunos se han atrevido a plantear que “Verdaderamente, ¿de qué trata el Derecho Administrativo si no es del control de la discrecionalidad? (Bernard Schwartz, Administrative Law, 3ª. ed. Bostón 1991, pág. 652) y podríamos registrar una larga lista de trabajos que se han enfocado a analizar con minuciosidad todas las cuestiones atinentes a un tema fundamental, que nuestro Poder Judicial ha soslayado en forma permanente, permaneciendo estático en conceptos ya abandonados desde hace muchos años y que parten de la concepción soberana del poder que tenían los regímenes absolutistas, donde las decisiones no admitían control jurisdiccional alguno.

Ese planteo ha quedado desestimado por las nuevas concepciones del Derecho Administrativo, que se fundan en el derecho al control ciudadano de los actos del poder que los afecten, ya que una genuina concepción de lo que es la organización del Estado determina que los ciudadanos no sean súbditos sino mandantes del Poder Administrador y en consecuencia éste sea un servidor y no un Señor como lo planteaba la concepción monárquica.


Para no extenderme en largas consideraciones sobre el particular –aunque el tema lo amerita, dada la concepción que todavía pareciera sigue vigente aquí- quiero citar la opinión de J. M. Woehrling quien sostiene que “Desde hace aproximadamente 20 años se constata un profundo movimiento de reforma en los sistemas de control jurisdiccional de la Administración en prácticamente todos los países europeos. Se puede afirmar que este movimiento se ha acentuado aún en el período último” y cita los regímenes contencioso-administrativos de Suecia y Holanda, la constitucionalización de de la jurisdicción contencioso-administrativa en Grecia, Portugal, España, Alemania e Italia, agregando que “estas disposiciones constitucionales, constituyen un verdadero mandato constitucional dado a los Tribunales encargados del contencioso-administrativo y refuerzan la legitimidad de sus intervenciones. Este cuadro constitucional juega, pues un papel directo en la extensión y la intensificación del control jurisdiccional de la administración” (Le contrôle juridictionnel de l’Administration en Europe de L’Ouest, en “Revue Europeénne de Droit Public, Londres 1995, vol. 6, Nº 2, pág. 353 y siguientes). Esa corriente de control de la legalidad de los actos de gobierno, es unánime en la mayor parte de los países europeos, y se funda en los principios fundamentales que deben regir en una democracia.
No se trata pues de la invasión de un poder sobre el otro como lo sostienen algunos vulgares apologistas de las decisiones del Poder Ejecutivo, sino simplemente de ese inexcusable control de establecer la legalidad de esos actos.

Resulta por demás evidente, que ante una violación a las normas constitucionales que afecten los derechos de cualquier ciudadano, éste no tiene otra alternativa que recurrir a la justicia con el objeto de que se restablezcan sus derechos conculcados. Eso no significa intromisión o injerencia, sino el correcto funcionamiento del orden establecido por la propia Constitución. En nuestra doctrina, Bidart Campos ha sido el más enfático en sostener que “El aspecto primordial de las cuestiones políticas radica entonces, en que la exención de control judicial involucra exención del control de constitucionalidad… En primer lugar estamos ciertos que la detracción del control viola el derecho a la jurisdicción de los justiciables. No poder conseguir por declinación del Tribunal el juzgamiento de una cuestión rotulada como política, es tanto como decir que los ciudadanos carecen del derecho a la jurisdicción, o sea de derecho a acudir a un órgano judicial para que se resuelva una pretensión
…. Cuando el Estado no puede ser llevado a los tribunales estamos además fácticamente ante el hecho de la irresponsabilidad. Es elemental que si el Estado no puede ser juzgado, el Estado no responde por ese acto que conserva todos sus efectos, aunque sea infractorio de la Constitución…La sumisión completa del Estado al orden jurídico reclama que el gobernante esté sujeto no sólo a la vis directiva de la ley, sino a la vis coactiva y compulsiva… Hay un argumento muy sólido que resulta favorable a la judiciabilidad. Al organizar la administración de justicia, la Constitución argentina confiere a la Corte y a los demás tribunales inferiores en su artículo 100 la competencia de decidir “todas” las causas que versan sobre puntos regidos por la Constitución. Cuando se dice “todas” las causas es imposible interpretar que haya “algunas” causas que escapen al juzgamiento. Dividir las causas en judiciables y políticas (no judiciables) es fabricar una categoría de causas en contra de lo que impone la misma Constitución” (Germán J. Bidart Campos, La Interpretación y el Control Constitucional en la Jurisdicción Constitucional, Ediar, Buenos Aires, 1987, pág. 161/162

Resulta indudable que esa categorización de causas, no responde de ninguna forma al orden jurídico, sino a la invariable pretensión del Poder Ejecutivo, sustentada durante décadas, de no aceptar control judicial alguno, lo que puede resultar correcto cuando las decisiones adoptadas no causen perjuicio a los ciudadanos y no alteren el orden constitucional. Pero cuando esas decisiones, se traducen en una afectación de las garantías constitucionales, cuando el Poder Ejecutivo impone normas que contravienen la ley, no puede desconocerse la facultad que tiene el Poder Judicial para revisarlas y dejarlas sin efecto, ya que esa es una de las misiones que le ha conferido la Ley Fundamental. Suponer lo contrario, significaría otorgar facultades omnímodas al Poder Administrador, no sujetas a control alguno, lo que por supuesto no tiene nada que ver con el ordenamiento republicano y democrático, y como afirmaría Kelsen “El destino de la democracia moderna depende en una gran medida de una organización sistemática de todas las instituciones de control. La democracia sin control no puede durar. Si excluye esta autolimitación que representa el principio de legalidad la democracia se disolverá a si misma” (Hans Kelsen La Democratie. Sa nature. Sa valeur, Económica, Paris, 1988, pág. 72-73.

Estos conceptos son esenciales para definir algo que la dirigencia política se ha encargado de enmarañar, y es el real concepto de servicio que debe tener el poder administrador, que no resulta una entidad con poderes ilimitados a cuyas decisiones deben someterse los ciudadanos que son sujetos tributarios de esa administración. Muy por el contrario, el Poder Ejecutivo gobierna y ejecuta los actos que el Poder Legislativo ha sancionado como representante del pueblo. También está facultado para reglamentar las leyes y adoptar todas aquellas medidas administrativas que hacen al buen funcionamiento del Estado, pero ello en modo alguno significa el otorgamiento de poderes extraordinarios o facultades especiales, ya que como la propia Constitución señala en su Art. 29, tales facultades llevan consigo una nulidad insanable y sujetarán a los que las formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de infame traidores a la patria. Esa concepción de servicio parece haber sido olvidada hace décadas y es por eso que puede verse que el ejercicio del Poder Ejecutivo ha devenido en una suerte de poder supralegal que no sirve al pueblo sino se sirve de su voluntad a través de un riguroso control de la actividad parlamentaria. García de Enterría ha señalado con claridad algo que nuestra dirigencia política parece haber olvidado, o se hace la distraída para no afrontar las responsabilidades que le competen, y es el hecho de que “La Administración no es representante de la comunidad, sino una organización puesta a su servicio, lo cual es en esencia distinto. Sus actos no valen por eso como propios de la comunidad –que es lo característico de la Ley, lo que presta a esta su superioridad e irresistibilidad- sino como propios de una organización dependiente, necesitada de justificarse en cada caso en el servicio de la comunidad a la que está ordenada” ( Eduardo García de Enterría y Tomás R. Fernández, Curso de Derecho Administrativo, Ed. Civitas, 5º ed. Madrid 1996, Tº I, pág. 30)

Este imperativo de servicio, supone por cierto, el control de legalidad inherente a la condición que tiene, para evitar una desnaturalización de sus derechos, mediante la instrumentación de disposiciones que los restrinjan o los eliminen. Es una forma de resistir la arbitrariedad del poder mediante la utilización de todos los recursos que la ley otorga. Como con propiedad se ha dicho “El derecho de resistencia se canaliza, pues, hacia la responsabilidad o dación de cuentas y ésta, a su vez, finalmente, hacia una acción judicial que pide que se restituya al demandante su situación arbitrariamente afectada por el agente que obra al margen o en contradicción con la Ley” (E. García de Enterría, La Lengua de los derechos. La Formación del Derecho Público Europeo tras la Revolución Francesa, Madrid, Alianza, 1994, pág. 140.


Seguramente la forma peculiar con la que se maneja la política en nuestro país, y la soberbia con la que se desempeñan los cargos en los más altos estamentos del Estado, ha determinado que vivamos en una democracia formal, sustancialmente alejada de los paradigmas señalados por la teoría clásica. Afirmar apodícticamente que los que gobiernan representan la voluntad del pueblo y que cuentan en su favor con una legitimidad formal que los justifica formalmente ante los órganos de control, es rendir tributo a una mística de la representación política que nada tiene que ver con la realidad que puede observarse a diario. Pretender oponer, como alguna vez se ha intentado, a las exigencias del control, en sus varias aplicaciones (político, presupuestario, legal o jurídico, preventivo) la necesidad de un desembarazo de los gobernantes para poder actuar con eficacia, resulta en la situación actual de la democracia, a la que nos hemos referido una completa ingenuidad. La famosa eficacia, si pretendiese hacerse a costa del Derecho y como una alternativa al mismo, no es más que la fuente de la arbitrariedad, como enseña la experiencia humana ya más vieja y hoy vívidamente renovada. Es necesario, como ya observó Locke, confiar el gobierno a personas sobre las que resulta inevitable desconfiar. Elegir gobernantes, como ya sabemos, no es alienar de una vez por todas, y ni siquiera por un plazo temporal la facultad completa de decisión, sino confiar a unos determinados equipos políticos la gestión pública bajo el gobierno de la Ley, que sigue siendo la estructura de hierro ineludible del gobierno democrático, y la observancia efectiva de esta Ley no puede quedar a la sola discreción de los mandatarios del pueblo (E. García de Enterría, Democracia, Justicia y Control de la Administración, Ed. Civitas, Madrid, 1998, pág.114)



Es cierto que hay teorizadores que han sostenido que el control jurídico de los actos políticos que se ejerce en un estado de derecho, implica de hecho la ruptura del principio de división de poderes (Nuria Garrido Cuenca, El Acto de Gobierno, Cedesc Editorial, Barcelona, 1998) alimentando sus concepciones en peculiares interpretaciones de la democracia y porqué no, en las teorías de Carl Schmitt; empero tales criterios no se siguen en ningún país occidental, donde el control constitucional es un elemento fundamental de las democracias. Esto es así porque en regímenes de tal naturaleza hay una delegación temporal del poder que efectúa el pueblo en sus representantes, la que está sujeta a las limitaciones de un ejercicio que no puede ser discrecional sino acotado al mandato que le ha sido conferido. Como gráficamente ha expresado un distinguido sociólogo español “Una democracia propia de una sociedad civil (en su sentido amplio) no es aquella donde la vida pública se reduce al momento de la representación política: aquel cuando la sociedad entrega su voto, supuestamente, su capacidad de decisión sobre asuntos públicos a una clase política, que a partir de ese momento, decidiría por ella… Lo cierto es que, como se demuestra en la vida real de la mayor parte de las sociedades civilizadas, las gentes libres se resisten a entregar su capacidad política, acotan un espacio para sus propias decisiones poniendo límites al Estado y cuando delegan su poder lo hacen bajo condiciones estrictas, reservándose incluso entonces recursos y capacidades de intervención. Más aún, como ciudadanos, y no súbditos, se definen como interventores y participantes permanentes de la cosa pública, y consideran a la clase política no como sus señores, sino como sus servidores. Ello significa, por tanto, que definen a la democracia como un proceso de formación de opinión, donde todos, políticos y ciudadanos, debaten continuamente la naturaleza de los problemas políticos y sus soluciones. Cada decisión que pueda tomarse, con el procedimiento que en cada caso corresponda, es considerada como una decisión provisional, a ser reexaminada a la vista de sus consecuencias y de los cambios de las circunstancias, incluidos los cambios en los sentimientos colectivos y en cuál pueda ser, a cada momento, el estado de la conciencia civilizada en la sociedad en cuestión” (Víctor Pérez Díaz, España puesta a prueba 1976-1996, Alianza, Madrid, 1996, pág. 65)

Esta descripción de la sociedad democrática, es la que debe regir en un estado de derecho y no esa ficción que ha caracterizado a la democracia argentina, donde el poder administrador se ha apropiado de la voluntad soberana del pueblo para decidir en todos los casos que era lo necesario hacer en cada caso, desconociendo programas electorales, abjurando de proyectos y renunciando a todos aquellos principios que habían determinado su elección.

Aunque el control jurisdiccional de las potestades del poder ejecutivo es un viejo tema de la teoría del derecho, que ha sido nutrido por interesantes aportes durante diversas épocas, hoy es casi inexistente la discusión, ya que no se admite que los actos del poder ejecutivo revistan una categoría especial o posean un bill de indemnidad que los haga poseedores de un “status” jurídico especial, que le permite estar exento del control que pueda ejercer la magistratura judicial.
En nuestro medio sólo los dirigentes políticos, aferrados a inaceptables privilegios, pretenden sostener esa suerte de inmunidad. La alegación más común que se efectúa, es que admitir ese control jurisdiccional significaría constituir una especie de supra-poder o dejar el poder real en manos de los jueces, lo que resultaría una negación del sistema de la división de poderes. Esto, es naturalmente un argumento falaz, ya que no se trata de que exista un poder que esté por encima de los otros que componen el sistema, sino de algo mucho más simple y elemental, y es el de pretender que las decisiones del Poder Ejecutivo, se ajusten a la Constitución y a las leyes de la República.

Existe tal acostumbramiento en nuestro régimen político a negar ese control como si se tratara de una injustificada intromisión en áreas reservadas exclusivamente al poder político, que cuando se efectúa un planteo limitativo al exceso de poder, surge inmediatamente el rechazo a aceptar lo que no es sino un mecanismo que está claramente establecido por la Constitución Nacional. Además de ello se trata de impedir que ese decisionismo del Poder Ejecutivo lo convierta en una entidad autoritaria con capacidades no sólo administrativas, sino legislativas y aún judiciales al determinar cuáles de sus actos son susceptibles de un encuadramiento jurídico y cuáles no.


Uno de los argumentos generalmente utilizados, respecto a la no-judicialización de las cuestiones políticas, es también de que se trata de decisiones políticas, sin afectación constitucional, invocándose la doctrina norteamericana que ha establecido una cuasi separación de competencias al respecto. Sin embargo creemos que aquí también se cae en una gran equivocación, por soslayar en definitiva, la naturaleza específica de la acción y quien es el encargado de decidir la misma. Al respecto el Juez Brennan sostuvo oportunamente que “El carácter no justiciable de una cuestión política es esencialmente una función de la separación de poderes. Se origina mucha confusión en la capacidad del rótulo de la cuestión política para oscurecer la necesidad de una indagación casos por caso. Decidir si un asunto ha sido destinado en cierta medida por la Constitución u otra rama del gobierno, o si la acción de esa rama excede la autoridad que será dispensada es en sí mismo un delicado ejercicio de interpretación constitucional, y es una responsabilidad de esta Corte como intérprete definitiva de la Constitución (“Baker v. Carr”. U.S. 186, 198-a962).

En la doctrina norteamericana, que muchos utilizan equivocadamente, está muy claro el hecho de la “revisión judicial” de aquellas cuestiones que se susciten al amparo de la Constitución, tengan que ver con una ley del Congreso, o un Tratado. Esto tiene viejos antecedentes y va mucho más lejos que la propia Constitución; tiene que ver con el conocido dictamen del Jurista Coke, Presidente de la Corte, que determinó “que cuando una ley del Parlamento se opone al derecho común o a la razón…la ley común se impondrá y despojara de validez a dicha norma”, y el Juez William Cushing, que fuera uno de los primero juristas designados por Washington para integrar la Suprema Corte, recomendó a un jurado de Massachussets, que ignorase ciertas leyes del Parlamento por nulas e inoperantes. Hamilton plantearía después en El Federalista, Nº 78 que “La interpretación de las leyes es dominio apropiado y peculiar de los tribunales. De hecho, una Constitución es y debe ser considerada por los jueces como una ley fundamental. Por lo tanto a ellos les corresponde dilucidar su sentido así como el significado de determinada ley originada en el cuerpo legislativo, y en caso de diferencia irreconciliable entre las dos, preferir la voluntad del pueblo declarada en la Constitución a la de la legislatura expresada en la ley”. De allí han salido diversas doctrinas destinadas a establecer esa cuasi separación, pero en ningún caso se ha negado el derecho del Poder Judicial a revisar cualquier acto que afecte el derecho constitucional de un ciudadano. Aquí de lo que se trata, es no de justificar la existencia de un poder judicial por encima de los otros que integran la estructura del Estado, sino simplemente de un control de constitucionalidad que no ha sido ejercido, permitiendo una intolerable concentración de facultades en el Poder Ejecutivo, que lo ha hecho si convertirse en un supra-poder en desmedro de los otros dos.

Sería impropio que siguiera extendiéndome sobre una doctrina ya aceptada en forma casi unánime, superadora del viejo esquema conceptual de la no judicialidad de las decisiones políticas. No caben dudas que los actos impropios, arbitrarios o ilegales deben ser materia de juzgamiento, y la denuncia traída a consideración del Tribunal es precisamente uno de esos actos, donde la discrecionalidad de un Ministro de Economía ha ejercido todo su poder para desconocer la Constitución, y afectar de manera sustancial el patrimonio público, comprometiendo fondos del Estado presentes y futuros, a través de una negociación secreta, y la firma de un Acuerdo sobre el endeudamiento externo, que violando la Constitución no se lo ha sometido al Congreso Nacional como era pertinente. Es precisamente en este punto donde le es preciso intervenir al Poder Judicial, no para cuestionar decisiones políticas, sino para defender el orden legal de la República, que sigue siendo avasallado por una costumbre que se ha arraigado tenazmente y que es preciso erradicar en forma definitiva, evitando que continúe un estado de cosas que es el resultado de las actitudes irresponsables de los poderes públicos. En este aspecto debemos remarcar, que no estamos cuestionando políticas públicas o actos de administración del Estado que se hayan realizado observando las prescripciones legales y la defensa de los derechos de los ciudadanos; o planteando teorías opinables sobre cómo deberían negociarse las obligaciones externas, solo se pretende que no se siga convalidando la violación del ordenamiento legal, y el desconocimiento palmario de lo establecido por la Constitución Nacional.

Lo que aquí se trata, es de investigar, qué se negoció?, cómo se negoció?, a qué responden tales deudas?, el origen y detalle de sus montos, ya que no se informa nada al respecto y solo se habla de cifras globales. Porqué el Acuerdo es secreto?, porqué los documentos justificativos de las deudas no existen? y porqué el Ministro de Economía Kicillof, ha violado la Ley 24.156, el propio Decreto 1394, y la Ley de presupuesto? Porqué se insiste en legalizar la deuda de la dictadura y pagarla escrupulosamente, en definitiva porque se consagra la transgresión a la Ley y se insiste en pagar, lo que primero debería auditarse, y enfrentar el sistema de la deuda, para terminar con su deletérea esclavitud. Leer

Ver también: - 
Acuerdo con el Club de París: Otro paso en la misma dirección

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