Inversión
extranjera directa y Estado de derecho:
Amenazas a la democracia y a la
sociedad
Por Pablo
Dávalos
La noción
de “inversión extranjera directa” se ha convertido en una especie de dispositivo
ideológico del capitalismo tardío que encubre sus derivas financieras y especulativas,
al mismo tiempo que justifica y otorga un cariz de legitimidad jurídica y
política a los procesos de privatización territorial y criminalización social.
La inversión extranjera directa y su correlato del Estado de derecho (o Estado social
de derecho) son ahora una de las amenazas más importantes en contra de la democracia
y la sociedad. Urge ,
entonces, comprender qué existe detrás de este concepto aparentemente
inocuo de “inversión extranjera directa”, y cómo se relaciona con aquel
de Estado de derecho, como formas políticas de la dominación en el
capitalismo tardío.(…)
La
convergencia normativa: criminalización social y seguridad jurídica
Ahora
bien, es necesario que los Estados reconozcan ese estatuto especial que tiene
el inversionista y que tiene la inversión extranjera. De una u otra forma, los Estados
están obligados a articular su legislación interna y sus normas de tal manera
que éstas se pongan en función de las necesidades y prerrogativas del inversionista
y de la inversión extranjera. Este proceso se denomina convergencia
normativa y su expresión mayor está en el reconocimiento que hacen los
Estados a la seguridad jurídica para el inversionista y sus inversiones.
Los Estados están obligados a reconocer ese estatuto supranacional y por fuera
de toda regulación interna que tiene el inversionista y la inversión
extranjera.
Cuando un
Estado reconoce la seguridad jurídica del inversionista en el ámbito
contractual (o Constitucional), se convierte en Estado de derecho. No
obstante, la construcción del Estado de derecho tiene su lado numinoso, y hace referencia
al hecho de que a medida que los inversionistas ganan espacios de reconocimiento
jurídico, la sociedad y los ciudadanos los pierden. La seguridad jurídica
implica necesariamente la criminalización social. Se trata de una
conclusión lógica porque los inversionistas van a reclamar derechos de propiedad
que muchas veces atentan y lesionan incluso a los derechos humanos. Muy
rara vez los negocios van de la mano de los derechos humanos.
El horizonte de
rentabilidad excluye cualquier consideración ética a nombre de la eficiencia mercantil.
Cuando la sociedad reclama por los derechos humanos lesionados por la
eficiencia mercantil, los inversionistas acuden al expediente de acusar
al Estado de falta de garantías jurídicas para la inversión, y en virtud
de que las decisiones de los inversionistas implican los niveles de
inversión, empleo, consumo, ingresos de toda la sociedad, los gobiernos
generalmente dan razón a los inversionistas en contra de la sociedad. De
ahí que cualquier situación que amenace a los derechos de propiedad de los inversionistas
amerite duras respuestas por parte de los gobiernos que no dudan en poner
todo el poder legítimo de la violencia en beneficio exclusivo de los inversionistas
y sus inversiones.
Quienes reclaman por sus derechos humanos, sociales y
colectivos lesionados por los derechos de propiedad de los
inversionistas, generalmente son perseguidos e incluso criminalizados,
muchas veces bajo el expediente del terrorismo. Muchos líderes sociales
que han defendido sus territorios ancestrales de la depredación y del
abuso de los inversionistas extranjeros, sobre todo en el caso de las
industrias extractivas, han sido criminalizados por sus respectivos Estados
y acusados de sedición y terrorismo. Muchos dirigentes laborales que han
confrontado la sobreexplotación de la cual son víctimas, han sido
víctimas de secuestros, asesinatos, persecuciones, criminalización por
parte de estos inversionistas extranjeros, con la complicidad del Estado
de derecho.
La
conclusión parece evidente: a mayor seguridad jurídica mayor criminalización social.
De esta manera, el Estado de derecho, en realidad, es el Estado de criminalización
social. Esto que parece ser tanto una exageración cuanto una antinomia se
ejemplifica de manera evidente cuando se recorre el camino de las inversiones
extranjeras y se constata que junto a éstas hay una estela de conflictos sociales,
represión gubernamental y criminalización social: de los femicidios de Ciudad
Juárez a la sobreexplotación laboral en las fábricas chinas media la presencia
del inversionista y la inversión extranjera como factótum de su propia violencia.
Empero, el Estado de derecho es más peligroso aún para los derechos humanos, sociales
y colectivos, porque abre un espacio transnacionalizado de coerción hecho en
función específica de los derechos de propiedad y legitimado por fuera del Estado.
Los inversionistas han construido un locus de soberanía jurídica que rebasa
la soberanía política de los Estados y, en tal virtud, pueden ejercer la
capacidad coercitiva que permite el derecho y las leyes en beneficio
propio y sin ninguna consideración social ni ética. Los acuerdos que
se discuten en la OMC a propósito de los derechos de propiedad intelectual
(Anti-Counterfeiting Trade Agreement, ACTA por sus siglas en inglés), les
otorgan a los inversionistas una capacidad coercitiva a nivel internacional y
un peso jurídico que no tiene ni siquiera la Corte Penal Internacional.
El Acuerdo ACTA, de suscribirse tal cual lo está discutiendo la OMC, le
da la posibilidad al inversionista de revisar y controlar el comercio
mundial, sin la necesidad de permisos estatales y bajo la cobertura de
luchar contra la falsificación de los derechos de propiedad intelectual. Pero
no solo les da el control sobre el comercio mundial sino también capacidades coercitivas
que generalmente son prerrogativas de los Estados-nación.
Tanto los Acuerdos de Libre Comercio, como el ACTA, o
los Tribunales de Conciliación y Arbitraje para asuntos relativos a
inversiones, dan cuenta de que en la hora actual, el Estado de derecho es
el principal enemigo de la democracia, de los derechos humanos, sociales
y colectivos, y de la sociedad en general. La conclusión parece contradictoria
pero no por ello menos real: a más Estado de derecho, menos democracia y
menos garantía para los derechos humanos y colectivos.
La
colonización epistemológica
Otro
cambio importante y que hace referencia a la conformación del inversionista y
de la inversión extranjera no solo como sujetos propios de derecho y como actores
de la gobernanza mundial, está en los cambios suscitados en la teoría económica
que ahora articula sus marcos teóricos y explicativos en función, precisamente,
del inversionista y de la inversión extranjera. Mientras que en la teoría
del desarrollo el crecimiento económico dependía de la relación
ahorro-inversión, ahora el crecimiento económico depende de forma exclusiva
de la inversión extranjera directa y, en consecuencia, de la seguridad jurídica,
de la estabilidad macroeconómica, de la disciplina fiscal, de la convergencia
jurídica. No se menciona más la relación ahorro-inversión como parte de
la estrategia de crecimiento económico. Es más, en la jerga de los
economistas neoliberales (que al momento son la mayoría), ya no hay
países en vías de desarrollo, sino “mercados emergentes”. En los
documentos oficiales el concepto de mercados emergentes sirve para denominar
a aquellos que antes estaban en vías de desarrollo. Los países que no alcanzan
a emerger son puestos en la lista negra de Estados parias (también se los ha
denominado como Estados fallidos). Es decir, excluidos de la globalización, de los
flujos de capital y, en consecuencia, de la inversión extranjera directa, y susceptibles
de ser invadidos y ocupados militarmente.
Esta
transición conceptual desaloja de la teoría todo aquello que haga referencia a la
sociedad y a las complejidades que la definen y estructuran. Es un retorno a la
idea de que el sistema económico es la trasposición al ámbito social del comportamiento
egoísta y maximizador del homo economicus. De esta manera, ahora el
desempleo no es un problema social sino una cuestión individual. El
desempleo que existe no tiene nada que ver con el capitalismo sino con
las preferencias racionales de consumidores que pueden adecuar de forma racional
sus expectativas, habida cuenta de que los mercados generan información a
través del sistema de precios. En otros términos, el desempleo es culpa
de las personas que no quieren aceptar el trabajo existente porque,
supuestamente, no están de acuerdo con el nivel de remuneraciones que se
les ofrece. Ha desaparecido, en consecuencia, toda referencia a la
sociedad y ésta se convierte en el campo de batalla de personas egoístas
y racionales. En esta sociedad en donde los egoísmos pueden desgarrar de manera
radical el tejido social, el mercado actúa como articulador y armonizador de
esos egoísmos. Es una especie de bálsamo que cura ese desgarre casi natural producido
por la confrontación de intereses contradictorios. Es por ello, que la
teoría económica no hace referencia a procesos globales ni sociales.
Ahora, el desarrollo no es obra de una sociedad que articule de manera coherente
sus decisiones de ahorro-inversión, sino más bien de las garantías que esta
sociedad pueda ofrecer a la inversión extranjera y a la apertura a los mercados
mundiales.
Si hay
seguridad jurídica, si existe disciplina fiscal, si los Estados están armonizando
sus leyes internas con las disposiciones de la OMC, en virtud de la convergencia
normativa, si hay apertura para la libre circulación de capitales, y si los
derechos de propiedad están lo suficientemente claros para que no generen costos
de transacción al sistema, entonces esa economía puede emerger en la globalización
y crecer económicamente, y a medida que crece en términos económicos
puede resolver sus problemas de pobreza, desempleo, desinversión, etc. Esta
colonización teórica empezó en la década de los años ochenta de la mano del FMI
y se ha consolidado al punto de convertirse casi en un tópico: para crecer se necesita
inversión y ésta, por definición, viene de fuera.
El inversionista se convierte en la condición de
posibilidad para el empleo, la producción, la inversión, el consumo, etc.
Sus decisiones definen las posibilidades de las sociedades. La relación
ahorro-inversión no tendría nada que ver con la ideología neoliberal de la seguridad
jurídica, la inversión extranjera directa, la flexibilización de los mercados,
la desregulación social, la apertura comercial y la convergencia normativa.
Para que la inversión no se asuste y no huya de un país o región determinadas y
esto provoque recesión, crisis y desempleo, es necesario no hacer ruido
con leyes laborales, exigencias ambientales, requerimientos éticos,
obligaciones fiscales o demandas en derechos humanos. Tampoco hay que
generar señales de indisciplina fiscal con gasto público en salud,
educación o bienestar social. Es mejor quedarse callados cuando la
inversión extranjera desmantela los países, cuando hunde en la miseria a
vastos conglomerados humanos, cuando irrespeta los derechos humanos, cuando
destruye la naturaleza, cuando fractura las sociedades y las sume en la violencia
y la desintegración total.
Tal es la
distopía inherente del Estado de derecho y la pretensión final de los
inversionistas extranjeros.
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