Sobre la "forma superior de
lucha"
Por Raúl
Zibechi (La Jornada)
Cuando la vida social y política se enfrenta a encrucijadas de
caminos, se multiplican los debates, se suceden foros, encuentros y reuniones
que buscan dilucidar hacia dónde conducir los movimientos. Colombia está
viviendo un periodo de este tipo, donde se abren infinidad de espacios
propicios para el intercambio, la escucha y el aprendizaje.
La pasada semana se realizó un encuentro sobre
la unidad de la izquierda convocado por los periódicos Le Monde Diplomatique y Desdeabajo, otro que fue organizado por la
Universidad de Bogotá para debatir las resistencias sociales en América Latina
en relación con el proceso de paz, y además se realizó una gran marcha contra
la violencia hacia las mujeres. Escenarios bien distintos, por cierto, por los
que transitaron desde mujeres y feministas hasta académicos, dirigentes
políticos y un buen puñado de jóvenes.
En uno de los encuentros el economista
Héctor-León Moncayo mencionó la ácida
ironía que vive la izquierda
colombiana: En los 70 a los que impulsábamos la
lucha de calles nos decían que había una forma superior de lucha a la que nos
debíamos incorporar, en referencia a la lucha armada. Ahora nos dicen, y esa es
la ironía, que la forma superior de lucha son las elecciones. Ciertamente, el
eje de los debates actuales gira en torno de candidatos, siglas, alianzas y
programas para atraer la voluntad popular hacia las urnas.
Argumentos similares hemos escuchado en otros países. Por ejemplo
en Argentina, donde se viene debatiendo la necesidad de hacer política, insinuando que el
trabajo territorial de base es insuficiente para cambiar el mundo porque es
demasiado local y se debe participar en elecciones para potenciar ese trabajo
de base. Esto lo dicen, por cierto, quienes no abandonaron las bases sino que
encuentran enormes dificultades para sostener esos espacios.
Sobre el tema de las formas superiores o más avanzadas de lucha, sería
oportuno mencionar cuatro aspectos.
♣ El primero es que sostener que existen formas superiores, como sostuvimos en la
década de 1960 y 1970, es tanto como afirmar que otras son inferiores, lo que tiene dos
consecuencias que no son positivas. Por un lado, quienes se encuadran en las
primeras tienen más autoridad para determinar lo que es correcto y adecuado y
lo que no lo es, sencillamente por estar en la esfera superior. Por otro,
tiende a homogeneizar los modos de hacer, lo que suele empobrecer el combate
antisistémico.
La diversidad de formas de acción suele tener
algunas ventajas. Quizá la más notable es que permite que sectores muy amplios
de la sociedad se involucren en movilizaciones aunque no participen en
movimientos, algo que suelen hacer sólo los militantes más o menos convencidos
y conscientes. En paralelo, los diversos sujetos que integran el campo
antisistémico (mujeres, jóvenes, gentes del color de la tierra, entre otros),
suelen sentirse cómodos actuando de maneras diferentes a las que lo hacen otros
sujetos. Quiero decir que la diversidad de formas de lucha facilita la
incorporación de actores con sus propias características distintivas, sin que
se sientan forzados a subordinarse a una forma hegemónica de acción.
♣ La segunda cuestión se relaciona con los objetivos a largo
plazo. En las décadas de los 60 y 70 quienes optaban por la lucha armada
pretendían tomar el aparato estatal y destruir el capitalismo para construir
una nueva sociedad. Quienes optaban por las elecciones buscaban modificar el
sistema por dentro, gradualmente, y muchas veces tendían a insertarse sin más
en el mismo. Sin embargo, esta determinista división entre reforma y revolución
no resiste el análisis. Hay organizaciones que apelaron a las armas para ser
reconocidas por el Estado y opciones electorales que realmente pretendieron
cambiar el mundo.
♣ En tercer lugar, buena parte del debate actual gira en
torno de la conveniencia o no de participar en las elecciones. En este punto se
registra un doble argumentación: estratégica o de largo plazo, y táctica o
sobre lo más adecuado para fortalecer aquí y ahora el campo popular. Ante los
límites que plantea la profundización del trabajo territorial urbano, en el que
están empeñados desde piqueteros hasta
sin techo y los más nuevos colectivos como el Movimiento Passe Livre de Brasil,
aparece la tentación de volcarse al terreno electoral para conseguir fuerza
adicional. Este argumento no debe subestimarse cuando lo esgrimen militantes
comprometidos con su realidad.
En Chile este mismo debate enfrenta a los
protagonistas de las grandes protestas estudiantiles. Los secundarios agrupados
en la Asamblea
Coordinadora de Estudiantes Secundarios y otros muchos
colectivos rechazaron la participación electoral, mientras el Movimiento de
Pobladores en Lucha y otros colectivos apoyaron candidatos a la presidencia. Más
allá de los resultados, la mitad de la población prefirió no ir a las urnas,
pero no sería oportuno acusar a quienes tomaron esa opción de falta de
conciencia política.
♣ Por último, un nuevo enfoque modifica radicalmente el
debate sobre las formas de lucha. No es lo mismo elegir modos de acción para
cambiar este mundo, que para construir uno nuevo. En este caso, participar en
las instituciones –ya sea a través de las elecciones o de cualquier otro
mecanismo– sólo tendría sentido si pudiera servir para neutralizar una ofensiva
de los poderosos destinada a destruir lo que se está construyendo. La opción
armada es necesaria para defender ese mundo otro, pero no para construirlo.
Si de hacer un mundo nuevo se trata, los modos de hacer se
multiplican, con especial énfasis en la producción y la reproducción de la
vida, que suceden tanto en la tierra y la fábrica como en el hogar. Este camino
emprendido por muchos movimientos en nuestro continente coloca el debate en un
lugar completamente nuevo: la reproducción, antes considerada tarea de mujeres,
y los trabajos colectivos, empiezan a tener un lugar relevante y se incorporan
al acervo de las formas de lucha.
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