lunes, 13 de enero de 2014

III. Seamos irreverentes e intentemos poner en discusión la convocatoria de Álvaro García Linera. Analicemos ahora cómo avanzar en políticas de emancipación del capitalismo-imperialismo.


 La Madre tierra como sujeto de la historia1

Por Ana Esther Ceceña    

Los 500 años de colonización, coincidentes con el nuevo impulso apropiador  que ha llevado al capitalismo a violentar la vida bajo todas sus formas, al uso  destructivo del planeta y a un horizonte de extinción en el que las capacidades de reproducción han sido absolutamente rebasadas por su voracidad, generaron no sólo las condiciones sino la urgencia de repensar nuestros  futuros posibles.  Una auténtica revolución de sentidos y concepciones de la vida invadió los  espacios del pensamiento. El hecho de que los llamados pueblos originarios emergieran como sujetos protagónicos, asumiéndose en su especificidad histórica, imprimió al pensamiento y a las luchas del fin de milenio una  profundidad civilizatoria que no se contenta con reacomodamientos o "cambios  de modelo" sino que llama a una refundación de la organización de la vida.
 
Arrancando con el dislocamiento político, pero sobre todo epistemológico,  provocado por el levantamiento zapatista, que colocó la problemática de la  colonialidad como pivote fundamental de las luchas contra la opresión bajo  todas sus formas, el recorrido ha ido ganando profundidad y riqueza. Las  memorias y tradiciones cobran una expresión nueva, de crítica a la modernidad  y de salto al futuro. Se trata de un pasado revisitado y actualizado que genera  nuevos horizontes emancipatorios.  De entonces a nuestros días, la oleada creativa no ha parado. Acompañando,  precediendo o sucediendo las luchas concretas por territorio, por el cuidado del agua, de las selvas y bosques, de los desiertos y salares, de la  autodeterminación, por el rechazo a la impunidad, a la violencia, a la  militarización y a las prácticas políticas perversas y por todo lo que tiene relación con los entramados y complejidades de la vida, el pensamiento ha ido construyendo filigranas y buscando viejos y nuevos modos de entender y entendernos.  

De los cuestionamientos sobre lo político, sus ámbitos restringidos y  excluyentes y sus prácticas suplantadoras, viciadas y ajenas a las angustias,  demandas y aspiraciones de la cotidianidad, se pasó a la reconceptualización o  a la reubicación de la humanidad en una perspectiva holística. Se vuelve a la  Madre tierra como un hecho político, no natural. La totalidad creativa no acaba  en la humanidad, como sujeto único, sino en la Madre tierra como ámbito  aglutinador que hace posible la reproducción de la vida con sus variaciones,  intercambios y enriquecimientos; como lugar de la intersubjetividad heurística.  
 
Los pilares de la modernidad están en crisis, no un "modelo de desarrollo" sino  el desarrollo mismo, concebido como el control y dominio de la naturaleza,  como proceso de objetivación de lo subjetivo, de normalización y acumulación  de riquezas, y de instauración del tiempo único y lineal. Es esa concepción del  mundo la que alcanzó sus límites de sustentabilidad. Es el sistema de  organización social moderno, capitalista, el que transforma constante y  aceleradamente sus bases de sustentación en bases de corrosión.  Las luchas que han caracterizado los tiempos del cambio de milenio o de ciclo  cósmico portan una visión del mundo distinta, que se expresa en sus formas  novedosas y en la profundidad y amplitud de sus contenidos. Son en muchos  sentidos herederas de las pasadas pero fueron más hondo a buscar las raíces  de la dominación para poder desandar el camino, para partir desde ahí por  rutas diferentes. Para refundar el mundo. No para transformarlo sino para  construir uno nuevo, como dirían los zapatistas.  
 
No obstante, lo que presenciamos en la actualidad, como no podría ser de otra  manera, es un abigarramiento en el que conviven y se confrontan viejas y nuevas maneras de irrupción y construcción política. Las urgencias de un  presente con escasa porosidad para avanzar hacia horizontes libertarios; un pensamiento habituado a la estrechez de maniobra y a descartar las utopías de  la experiencia práctica por irrealizables. La presunta incompatibilidad entre los  tiempos de la imaginación creativa y de la realización concreta son parte de las  paradojas de un quehacer emancipatorio diverso y múltiple que no encuentra  fácilmente espacios de confluencia y discernimiento.  
 
En este marco es que ocurren hoy en día un conjunto de debates, acuerdos y  desentendimientos que giran en torno a la concepción del territorio y de sus  modos de uso o, dicho de otro modo, a las modalidades de imbricación entre la  vida humana y la Madre tierra, que son las que indican las coordenadas del  porvenir.  
 
 ¿Abandonar el desarrollo?
El desarrollo, incluso el que se especifica como sustentable, expresa el modo  como se entiende y se trata a la naturaleza en el capitalismo. Se la protege, se  la cuida o se la devasta, se la modifica o se la disfruta, siempre como parte de  un acto unilateral justificado por los conocimientos que se han adquirido sobre  ella mediante el saber científico.  Los supuestos básicos son de dos órdenes:

  • La sociedad debe progresar,  crecer, desarrollarse y caminar hacia adelante de acuerdo con una linealidad temporal acumulativa e implacable.
  • El humano, como sujeto de la historia,  es el único capaz de dirigir el proceso y está llamado a profundizarlo sin cesar.  Es decir, el desarrollo -o progreso- se presenta como su objetivo social  inapelable.

La legitimidad de estas que aparecen como verdades atemporales inmanentes a cualquier tipo de agrupamiento social organizado, se construye  culturalmente. Sus cuerpos de autoridad son la ciencia en calidad de único  saber válido, y la idea de superioridad del humano frente al resto de las  criaturas. O sea, promueven una jerarquización que, combinada con el enorme potenciamiento de las fuerzas productivas que ha generado el capitalismo,  lleva al desequilibrio que hoy ha puesto al planeta en alerta roja. Sin ninguna duda, el estudio que ha hecho la ciencia del comportamiento de la  naturaleza, de su modo de solucionar problemas, de las pautas de la evolución y variabilidad de las especies -y muchas otras cosas más- ha sido de gran  valía. El problema está en dejar de reconocer los saberes ancestrales, por un  lado, y en transformar ese conocimiento en un medio de intervenir o corregir  la naturaleza, por el otro, llegando al exceso reciente de modificar las cadenas genéticas para, supuestamente, lograr fines útiles, que nunca está claro para  quién lo son y los problemas que generan.  

Más allá de la buena voluntad y empeño de los científicos, los pilares  epistemológicos del conocimiento científico se organizan en torno a una  relación sujeto-objeto que marca la unilateralidad y el abuso potencial con el  que se tratan los problemas, una de cuyas crueles caricaturas es el uso de  cobayos a los que se les enferma, se les inocula medicamentos sin saber el  efecto que puedan tener y luego en el mejor de los casos se les mata; descontando los criaderos de cobayos (¡seres vivos!), que son producidos  exclusivamente para tales fines. Y algo similar es lo que ocurre con la  producción e introducción de semillas transgénicas que alteran completamente  no sólo la evolución sino los entramados ecológicos y sus equilibrios,  desquiciándolos irreversiblemente.  El desarrollo es uno de los elementos centrales del campo epistemológico  capitalista pero ha sido transformado en objetivo transhistórico. Como si no  hubiera más que una manera de organizar la vida y la reproducción.
 
El dominio  de la naturaleza como tal no existe en la mayoría de las culturas no  capitalistas; los dioses representan las fuerzas de la naturaleza y conviven con  las comunidades; a las montañas y ríos les es reconocida un alma y el tiempo  es circular o espiral. Las jerarquías, en todo caso, son construidas de manera  distinta y no suponen la objetivación de ninguna de las partes. Miles de años  antes de la instauración del capitalismo, sin desarrollo había civilización, había  conocimiento y sabiduría y la reproducción era posible sobre esas bases.  Los puentes vivientes de Meghalaya, las chinampas en Tenochtitlan, las  terrazas en Machu Pichu, el calendario maya y tantos otros inventos- descubrimientos fueron el soporte de culturas milenarias y, en muchos casos, todavía son más adecuados para resolver los problemas de la reproducción de  la vida que los inventos o tecnologías más recientes. Miles de maneras  distintas, correspondientes a geografías y culturas diversas, han quedado  sumergidas ante la vorágine de la tecnología capitalista. En gran medida por la  escala de producción que han alcanzado, que a la vez propicia una producción  más abundante y desquicia los equilibrios largamente construidos por la  naturaleza provocando problemas globales como el del cambio climático.  Pero en realidad más que la tecnología capitalista fue la manera de pensar que  portaba.

Así, junto con la idea del desarrollo viene la de «la industrialización»,  entendida como único camino posible, y que ahora en muchos casos es adoptada o argumentada en América Latina -repitiendo la experiencia de los  años 60 del siglo XX- como herramienta supuestamente de liberación o de  disminución de la dependencia.  En ningún caso se ha planteado modificar la relación entre urbano y rural o  entre campo y ciudad de manera a ir diluyendo las brechas que las separan;  tampoco se apuesta mucho en impulsar otros modos de procesamiento -en vez  del industrial- porque no se ha pensado la escala como problema. Impulsar la  economía campesina o comunitaria significaría una pérdida en el corto plazo en  términos de producción y/o productividad se dice, aunque pudiera empezar a  resolver -o por lo menos a no ampliar- los problemas de fondo referidos a la  manera como se usa -o se devasta- la naturaleza o la Madre tierra.

¿Pero de  qué productividad se habla? Eso, generalmente, ni se cuestiona.  Hay urgencias reales, efectivamente, que no encuentran con facilidad otros  modos que los establecidos por el mismo sistema que nos ha llevado a los  extremos. Y esto será así mientras se piense en la imposibilidad de desafiar al  mercado mundial. ¿Será que realmente no se puede? La economía comunitaria  ¿sólo puede ser tal y como le permiten los márgenes que el capitalismo le  impuso? ¿no habrá modos de promover la autosuficiencia, tan cuestionada por  el capitalismo pero tan preciada en la historia milenaria de los pueblos? ¿Será  que la historia siempre tiene que empezar mañana?  Los debates en este terreno son intensos y con muchas variantes. Siendo que  nuestros países son tan ricos en minerales, biodiversidad, agua, culturas y sabidurías, son esos mismos los focos de atracción, los ejes de organización  económica y los bienes a defender.
 
La batalla principal es en torno al territorio  y a la territorialidad. Es decir, al modo de vida y a la concepción del mundo. Es  una batalla que tiene que librarse tanto en el ámbito material como en el conceptual. Ninguno de ellos puede ser descuidado.  Hay que reconocer que la complejidad de un proceso en que se combinan  tiempos, exigencias, planos de acción, sujetos, culturas e historias muy distintos produce interpretaciones o iniciativas de acción en la que puede haber  razones legítimas y en coherencia con un horizonte compartido en más de una  de las posiciones, aunque la situación inmediata las haga aparecer como  absolutamente excluyentes. También, no obstante, puede ocurrir lo contrario.  
 
Algunas de las preguntas, que corresponden muchas veces a estas paradojas  emanadas del cruce de tiempos, empiezan por poner luz a los nudos críticos del parto de un nuevo mundo.  

1. ¿Quién es el sujeto de la emancipación?  Después del levantamiento zapatista en que se argüía, legítimamente, que  todos los caminos institucionales estaban cerrados para la democracia, la  justicia y el reconocimiento de las diferencias sociales y culturales -por tanto,  políticas-, el triunfo electoral de Hugo Chávez en Venezuela volvió a colocar la  idea de que las transiciones -para aquellos que pensaban en el socialismo-, o  los procesos emancipatorios -contemplando todos los imaginarios libertarios-,  todavía pueden aprovechar algunos resquicios de la institucionalidad vigente o,  incluso, valerse de ella.  Efectivamente las emancipaciones no pueden menospreciar ninguna ocasión ni  espacio para corroer las relaciones de opresión y para ir dando cuerpo a sus  utopías, no obstante, la posibilidad de transformación sistémica usando las  instituciones del sistema, que tiene acumuladas tantas experiencias fallidas, ha  provocado debates muy profundos.  
El Estado es señalado, tanto por quienes apuestan por él como por los que lo  rechazan como campo de la construcción emancipatoria, como un territorio en  el que convergen todas las fuerzas presentes en la sociedad, y el rumbo sólo es definido por el mosaico que se fragua con ellas. Es decir,  ganar el gobierno no modifica al Estado más que en el largo plazo, y ese largo plazo es diseñado  por la intervención de todas las fuerzas en disputa y no sólo por las libertarias.  El aparato es muy pesado, condensación de las relaciones de poder históricas y  de sus asentamientos culturales: es un habitus.
Si llegar al gobierno indica un cambio en la correlación de fuerzas y da  posibilidades de reconocimiento de derechos, de inducir políticas sociales y  redistributivas y de abrir más espacios a la participación democrática; también  es cierto que el fardo burocrático -imposible de disolver en el corto plazo- pesa  a favor de la inercia, del conservadurismo, de los intereses creados y de la  pseudocultura del gatopardismo, y que las fuerzas contrarias se servirán de  esta mentalidad de "no hagan olas".

 En todo caso, lo que importa es preguntarse acerca del sujeto de la  emancipación y no tanto, o no en este punto, de sus estrategias. Parece  evidente que una parte del sujeto de la emancipación no pasará nunca por el  Estado sino que seguirá apostando a su autonomía. Pero otra parte,  presumiblemente, como producto de movilizaciones y luchas sociales amplias,  ha llegado a ocupar el gobierno. Son los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador.  Hasta dónde esos gobiernos son expresión de las fuerzas emancipatorias  depende del mosaico del poder interno que simplemente se recompone. Hasta dónde es posible promover un cambio sustancial en las reglas del juego, que  responda a esa otra forma de concebir el mundo que están propugnando las  fuerzas sociales es incierto y, en todo caso, parece difícil. Pero quizá el  verdadero punto de inflexión está en que la emancipación sólo es posible a  través de un profundo cambio cultural que instale visiones del mundo no  capitalistas, y eso implica no sólo tomar un gobierno o detener un proyecto minero sino generar una cultura del mundo- en-el- que- caben -todos- los- mundos, del sumak qamaña o del sumak kawsay, para quedarnos sólo con las  referencias latinoamericanas.

 Dónde está el sujeto de la emancipación y qué tan diverso es, de cuántas  problemáticas específicas proviene y cómo va a articularse entre sí es algo  entonces de la mayor trascendencia y no puede ser circunscrito ni resuelto dentro de los límites de ninguna coyuntura. Sus estrategias son múltiples y a  veces podrían contraponerse pero el nudo de la cuestión está en el horizonte.  ¿Será que todas estas diversas iniciativas de lucha, muchas de ellas llamadas  anticapitalistas, comparten un mismo horizonte libertario? Porque la reacción también puede ser una alternativa.  

2. ¿Qué hacer con los bienes de la naturaleza que reclama el mercado  mundial?  Este es quizá el nudo central de los debates e implica un posicionamiento  epistemológico y una construcción de territorialidad correspondiente.  Los pueblos mesoamericanos y mayas hicieron un llamado a la recuperación de  los modos comunitarios de organización de la vida suponiendo que en la  comunidad se incluye la geografía, la naturaleza y el cosmos; es decir,  llamaron a un cambio radical de vida. Los pueblos andinoamazónicos un poco  después, pero dentro de este mismo ciclo refundacional, llamaron también a  reorganizar la vida de acuerdo con sus principios ancestrales recogidos en  diferentes conceptos entre los que destacan el sumak qamaña y el sumak kawsay.
 
Entender a la Madre tierra de otra manera y convivir con ella,  asumiendo que la tierra no es nuestra sino que nosotros pertenecemos a la  tierra. Y esto ocurre en el momento en que la tierra está en un proceso  acelerado de devastación que acompaña el capitalismo decadente de nuestros  días.  De cómo se prioriza o se entiende la relación con la naturaleza depende la  manera como se trata a sus partes: el oro, petróleo, litio, agua, la ayahuasca u  otros, ¿son recursos naturales? ¿son mercancías? y si lo son ¿pueden no serlo?  ¿cuáles son los riesgos implícitos en una concepción o la otra?  
 
En esta disyuntiva se inscriben un conjunto de intensos debates que han  llevado a algunos investigadores a hablar de "extractivismo" y a los luchadores  sociales que se encuentran enfrentando diferentes tipos de saqueos o  depredaciones de sus territorios a utilizar ampliamente esta categoría.  En un primer nivel, queda claro que en la historia del mundo no se han dejado  de usar los elementos que la naturaleza nos brinda. Más aún, en la idea de que todo y todos somos parte de esa naturaleza que solemos llamar Madre tierra,  habría que decir con mayor precisión que la interacción interna, que las  articulaciones virtuosas entre todos sus componentes, son justamente las que  la hacen posible, las que le dan vida.  Cuando esas articulaciones comienzan a desbalancearse, o bien se logra  establecer una nueva articulación holística, o bien el sistema se encamina por  una ruta perversa que lo lleva al suicidio.  

Cuando se habla de extractivismo -que no de extracción- con respecto a  cualquiera de los bienes que la naturaleza ofrece, el problema se está ubicando  en esta segunda pista. Se extrae más de lo que la naturaleza misma logra  reabsorber; lo que se extrae excesivamente en una región se aplica  excesivamente en otra; la violencia que requiere la extracción excesiva no sólo  se refiere al bien extraído sino a todo lo que está en articulación con él y el  daño termina siendo general.  

Es decir, para mantener los equilibrios ecológicos que largamente la naturaleza  ha construido, hay por lo menos dos consideraciones importantes:
 
  1. No pueden disociarse los bienes y tratarse individualmente porque están  siempre en relación con todo lo demás. El metal bajo la tierra permite que los  árboles encima se nutran de cierta manera y generen cierto tipo de frutos y  que los pájaros que se albergan en ellos tengan cierto tipo de características  correlativas al tipo de abrigo o de alimento que esos árboles brindan. El  mineral tampoco se forma -el petróleo, por ejemplo-, se conserva o se va  transformando si los árboles que lo acompañan o las corrientes subterráneas o  los animales que corren y mueren en esas tierras desaparecen. Entonces la  sobreexplotación de un bien lo es, en realidad, de todo el entramado en el que  se encuentra.
      
  2. No se pueden violentar las proporciones o las formas naturales de  relacionamiento entre los diferentes componentes del sistema. Extraer todo el  mineral de un cerro, o de un salar, o del fondo del mar para transformarlo y  recolocarlo en lugares completamente distintos obliga, como el aleteo de la  mariposa, a que el sistema de interrelaciones se recomponga completamente - cosa que la naturaleza tarda tiempos muy largos en hacer-, y si a eso se añade la velocidad con la cual se llevan adelante estos procesos, evidentemente no  hay modo de que la naturaleza los logre deglutir.
El cambio climático no es  más que una de las expresiones del nivel de agresión e irreversibilidad del  proceso y del nivel de respuesta que se requiere de parte de la naturaleza para  restablecer los equilibrios de la vida, a costa, por cierto, de buena parte de la  vida misma.  Quizá detener procesos que ya están en marcha sería más difícil que tratar de  hacer los nuevos sobre otras bases. Empezar a construir distinto para poder a  la vez ir deconstruyendo parecería lo más sensato. No obstante, no parece ser  esto lo que está ocurriendo. Los gobiernos emanados de las luchas sociales en  nuestro continente se han visto presionados para mantener la dinámica de la  extracción unilateral y desproporcionada, no sólo para resolver necesidades  internas sino para nutrir al mercado mundial que a cambio entregará alimentos  u otros bienes básicos para la población de estos países, o maquinarias para  seguir sosteniendo la extracción.  ¿No es absurdo? ¿No habría que recomponer las economías comunitarias y  campesinas, reconstruyendo incluso toda su complejidad, para construir  condiciones de autosuficiencia y de cuidado de la naturaleza?  
En la discusión sobre extractivismo, que es el término con el que finalmente se  le conoce, hay muchas variantes. Eduardo Gudynas, quién lanzó la idea en un  inicio, lo refiere a actividades de extracción en gran escala, que no se procesan  ni se consumen en el ámbito nacional sino que son destinadas al mercado  mundial; incluye en ellas a la agricultura de plantación (soja, eucalipto, etc) y  dice que puede extenderse a algunas actividades turísticas (Gudynas,  "Extracciones, extractivismos y extrahecciones" en Observatorio del Desarrollo  CLAES, Febrero 2013).  El uso amplio que se ha dado al término en otros espacios refiere casi como  modalidad del capitalismo contemporáneo esta manera despiadada con la que  los territorios están siendo devastados: la modalidad extractivista. No  obstante, como señala en una réplica Álvaro García Linera (La geopolítica de la  Amazonía, Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, 2012), la vocación extractora es inmanente al capitalismo y, por tanto, el punto tiene  que ser buscado en otro lado.  
Sin duda Gudynas es quien se ha ocupado más en trabajar el concepto, con  muchos aportes a la discusión que, por tratarse de una problemática en  construcción, nos permite meter un poco de ruido para alimentar la  elaboración. Los inconvenientes que encuentro en las precisiones  recientemente ofrecidas por Gudynas, y que nos deberán llevar a nuevos  debates, son tres:  
  • La unidad de análisis en una discusión como esta no puede ser la Nación  sino la naturaleza. Que se extraigan componentes de la naturaleza  de esa  manera unilateral, violenta y desproporcionada es un daño universal.  
  • El término extracción refiere una acción de saqueo sobre lo existente.  Extender el extractivismo a la agricultura lo desespecifica. En el caso de la  agricultura de plantación que él menciona la naturaleza es también seriamente  violentada pero la manera es diferente tanto como las implicaciones sociales.  
  • La exportación sin procesamiento coloca la discusión nuevamente en el  terreno del capital global y no del Estado-nación.
 Llevando el planteamiento de  Gudynas al extremo, la alternativa, por lo menos tal como se ha estado  planteando por pensadores y luchadores sociales en esta vuelta de milenio, no  es agregar valor al producto extraído en estas condiciones antes de enviarlo al  mercado mundial, la alternativa es más bien no extraerlo de este modo. Que la  Nación se vea favorecida porque sus connacionales trabajaron el producto  bruto y recibieron por ello algunos salarios, y que con ello mejoren las finanzas  nacionales en vez de enfrentarnos realmente con el problema de fondo lo  diluye haciéndolo aparecer como atractivo o beneficioso.  

 Tan grande es el desastre ecológico causado por el capitalismo como
el desafío  para lograr pensar y caminar el mundo de manera distinta.
El debate sobre el territorio y la reproducción de la vida no es un juego intelectual o un slogan mañoso de los luchadores sociales; es el lugar donde la historia abre las pistas  de la bifurcación sistémica, es el lugar donde la Madre tierra vuelve a ser el  sujeto de la historia. Y si bien esto llama a un cambio civilizatorio, a una  bifurcación sistémica que ocurre sólo en los tiempos largos de la  transformación de mentalidades y prácticas sociales de acuerdo con visiones  del mundo diferentes, sus condiciones de posibilidad se sientan y se asientan  en cada uno de los momentos de esos tiempos largos.  
Las alternativas políticas de lo rural  
Los procesos en marcha en América Latina con condiciones de formular  políticas públicas se han ocupado relativamente poco de lo rural, a pesar de  que evidentemente constituye uno de los nudos centrales para pensar  cualquier tipo de transformación social, particularmente en regiones del  comúnmente llamado sur. Del sector rural proviene buena parte de las fuerzas  que hicieron posible la llegada a los gobiernos correspondientes pero,  curiosamente, parece persistir en todos los casos una idea de progreso que en  vez de revisar lo rural a la luz de la noción del vivir bien o buen vivir  incorporados en las constituciones, más bien apuesta por su tránsito hacia  formas de vida y lógicas económicas urbanas.  De una Bolivia con experiencias vivas de economía campesina comunitaria,  reproductora de usos y costumbres ancestrales -entre los que se cuentan los  pisos ecológicos- aunque acompañados de sectores campesinos que funcionan  bajo criterios de organización y producción capitalistas, se pasa a una  Venezuela petrolera en que el problema de autoabastecimiento alimentario es  absolutamente crítico y a un Ecuador megadiverso que declara como prioridad  alcanzar la soberanía alimentaria. Las políticas públicas varían entre  modificaciones constitucionales en todos los asuntos relacionados con la tierra,  límites de propiedad, reconocimiento de los territorios indígenas, tímidos  atisbos de reforma agraria y estímulos a la producción alimentaria. En realidad  el abandono de lo rural no ha sido particularmente una preocupación y mucho  menos se ha planteado la discusión acerca de la disolución de fronteras entre campo y ciudad. En Cuba, que el problema alimentario es crucial, no hay un  replanteamiento de la ruralidad como espacio de experimentación de nuevas  formas sociales sino que se ha buscado traer los huertos a las ciudades,  tratando de resolver lo urgente pero no necesariamente lo trascendente.  Siendo el primer lugar del mundo donde explícitamente se reconocen derechos  a la naturaleza, Ecuador es también el país en el que se establece la  importancia de la soberanía alimentaria como soporte de un proceso de  recuperación soberana en general.
El punto, entonces, implicaría un amplio  debate en torno a las prácticas alimenticias, los contenidos nutricionales e  incluso el concepto mismo de alimentación, y los diferentes modos de generar  y consumir los alimentos. O sea, una discusión en términos de la civilización  material donde deberían revisarse las prácticas reales y teóricas de producción  de la vida material desde las perspectivas del capitalismo y del buen vivir.  Esto no ha ocurrido con la misma celeridad que se formulan las políticas  públicas. El Plan Nacional de Desarrollo ha sido transformado en el Plan  Nacional del Buen Vivir pero, si bien empieza a introducir todas las  preocupaciones mencionadas arriba, mantiene la epistemología anterior y los  criterios de progreso y eficiencia. Los cambios no son inmediatos pero no se  han construido espacios de debate suficientes como para procesar la disyuntiva  en cuestión, que no es para nada trivial y exige un esfuerzo colectivo de alta  densidad.  Los otros gobiernos que conducen procesos similares tampoco han logrado  atender de fondo el problema de la ruralidad o lo rural. Y los movimientos del  continente oscilan entre una reforma agraria complicada como en el caso de  Brasil y la construcción de condiciones para la autonomía, como en México. La  discusión sobre la ruralidad ha estado vinculada a la del extractivismo en gran  medida por la inconsecuencia de algunas políticas públicas o normas  constitucionales con los procesos realmente existentes.
Discutir la ruralidad en  el marco de diversidad epistemológica característico de estos tiempos de  inestabilidad sistémica supone una profunda revisión de las visiones de mundo,  de las concepciones en torno a la vida y de las relaciones no sólo sociales sino intersubjetivas, de unas formas de vida con otras. Es decir, es una discusión que no puede estar delimitada por el pragmatismo político circunstancial que  lleva a presentar al neodesarrollismo como una alternativa sino que tiene que  elevarse al nivel de los desafíos ecológicos de la vida en la Tierra y del cambio  o bifurcación sistémica. No obstante, las formas bajo las cuales se abre paso  en muchas ocasiones se confunden o se entreveran con los debates acerca del  extractivismo, neodesarrollismo, los procesos nacionales, las relaciones  internacionales y los juegos de fuerzas en ese campo.  Este parece ser un momento histórico a la vez con coordenadas muy rígidas y  sin coordenadas, en el que los miedos a lo incierto propician un apego a viejos conceptos y prácticas que no corresponden a la urgencia por dar respuesta a la  ya evidente insustentabilidad del capitalismo, ni a los horizontes trazados en  los procesos emancipatorios de la región. La ruralidad, que es un nudo crítico  en las definiciones de esos procesos, tendrá que navegar en estos mares.

1.Publicado en la Revista de ALASRU. Fuente: http://www.geopolitica.ws/media/uploads/alasru.pdf

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