José Natanson, desde
el progresismo, se esmera en contribuir al consenso para que el modelo
extractivista continúe y se profundice. Es decir, ubica a favor de los
oligopolios locales e imperialistas con su entramado corruptor de
gobiernos-estados en todas las jurisdicciones. Sitúa en contra de quienes se
organizan para luchar por la vida y la dignidad de los pueblos que están siendo
pisoteados. Leamos.
La
trampa de los recursos naturales: un poco de realismo político.
La crítica
extractivista viene asociada a otra, que no es la misma pero se le parece, y
que gira alrededor de la idea de rentismo. Concebido más como una cultura que
como un modelo macroeconómico cerrado, el rentismo alude a un tipo de economía
que depende básicamente de la generosidad de la naturaleza. Como
el ingreso que genera no tiene contrapartida productiva sino que es resultado
de la buena fortuna (los hallazgos en el subsuelo, la fertilidad de la tierra,
las lluvias), las economías rentistas consolidan mentalidades
anti-schumpeterianas que ahogan la capacidad de innovación, el riesgo
empresarial y aun el esfuerzo individual. En uno de los estudios sistemáticos
más famosos sobre el tema (2), la politóloga estadounidense Terry Lynn Karl
desarrolla la tesis de “la paradoja de la abundancia”, según la cual aquellos
países con una dotación extraordinaria de recursos naturales tienen mayores
dificultades para lograr un crecimiento económico sostenido, mejorar la equidad
social y evitar la inestabilidad política. En suma, son menos desarrollados.
¿Es tan así? En buena medida sí, por supuesto,
pero creo que la crítica extractivista-rentista merece una puesta en cuestión,
no para desmentirla totalmente sino para, primero, complejizarla con algunos
matices conceptuales y, después, considerarla desde el incómodo pero inevitable
punto de vista del realismo político, porque si no estaremos hablando en el
aire.
Veamos.
Teoría
Comencemos revisando
la idea de que las economías basadas en los recursos naturales son
necesariamente subdesarrolladas. No sólo por el caso de Noruega, octavo
productor de petróleo del mundo y segundo país en el Índice de Desarrollo
Humano del PNUD, situación que podría atribuirse al hecho de que el petróleo
fue descubierto y comenzó a explotarse tardíamente, pasados los 60, cuando
Noruega ya era un país de punta, sino por la experiencia de naciones que
lograron interesantes saltos de desarrollo en base a la exportación de materias
primas: el 49 por ciento de las exportaciones de Nueva Zelanda, por ejemplo,
está constituido por recursos naturales o productos elaborados en base a ellos.
La clave es el valor agregado, que es altísimo: el gobierno neozelandés ha
creado organismos y programas que alientan la cooperación entre el sector
público y las empresas privadas con objetivos tan precisos como incrementar las
exportaciones de vino a los segmentos de mayor poder adquisitivo del Sudeste
Asiático o desarrollar nuevas variedades de kiwi –que en el pasado era una
fruta exclusivamente neocelandesa pero que ahora se cultiva en todo el mundo–
para no perder presencia en el mercado. El resultado es que una tonelada de
alimentos exportada por Argentina vale, en promedio, 300 dólares, mientras que
una exportada por Nueva Zelanda vale 1.285 (3).
Este tipo de experiencias –hay otras:
Australia, por ejemplo, es una potencia minera– demuestra que existen economías
basadas en recursos naturales y al mismo tiempo dinámicas y prósperas, lo que a
su vez implica romper el viejo dogma desarrollista que predica que cualquier
actividad industrial es buena y cualquiera generada a partir de materias primas
es mala. Por supuesto, un país que exporta uno o dos productos sin agregarles valor
probablemente esté condenado al fracaso, pero en el contexto del ascenso
imparable de China e India la vieja tesis de Raúl Prebisch en el sentido de un
deterioro inexorable de los términos de intercambio para los países
exportadores de recursos naturales merece cuanto menos una discusión. Con un
centro global en crisis desde el 2008 y una periferia en ascenso, nos
enfrentamos a un cambio radical de paradigma que descoloca a los frondizistas
nostálgicos (dicen que todavía quedan algunos). ¿Qué vale más hoy, una planta
de agua pesada o un buen complejo agroalimentario?
El otro punto a revisar es el concepto mismo
de extractivismo. Tal vez resulte demasiado amplio, en la medida en que incluye
dentro de la misma bolsa a actividades generadas a partir de recursos no
renovables (como minería e hidrocarburos) y otras que no lo son. La soja es un
caso interesante, pues se trata de una actividad productiva basada en un
recurso renovable (el suelo), cuyo rendimiento depende en parte de la
tecnología, el capital y la innovación (no tanto del trabajo, ya que emplea
poca mano de obra). Y aunque es cierto que si se descuidan los métodos de
cultivo se corre el riesgo de que la tasa de explotación de la tierra sobrepase
la tasa de renovación ecológica, también es verdad que la rotación garantiza su
preservación. Al mismo tiempo, la soja depende para su éxito de factores no
productivos (la fertilidad del suelo, las lluvias) y produce una hiperrenta
superior a la de casi todas las actividades legales… salvo los hidrocarburos.
Práctica
Desde un punto de
vista político, todos los gobiernos latinoamericanos alientan o toleran las
actividades extractivas. Esto es así incluso en aquellos que reivindican a la
Pachamama, como el boliviano, pero no se privan de explotar el gas, el estaño y
la nueva vedette de los minerales, el litio; aquellos que defienden el “buen
vivir”, como el ecuatoriano, pero impulsan la extracción de petróleo en la
Amazonia, y los que, como el de Argentina, se reivindican industrialistas, pero
no pueden evitar que un porcentaje importante (67 por ciento) de las
exportaciones se basen en materias primas. Que prácticamente todos los
gobiernos de la región recurran a los recursos naturales como palanca para el
crecimiento no les da automáticamente la razón, pero sí invita a considerar el
tema con cierto cuidado.
Sucede que el despegue
económico de los últimos años y los avances sociales registrados en casi todos
los países se explican en buena medida por el boom de los commodities, y la
renta que habilitan es apropiada por el Estado y, con mayor o menor éxito,
redistribuida. A uno podrá gustarle más o menos, pero habrá que reconocer que
los ingresos extraordinarios y la ampliación del gasto social están
relacionados.
En términos
argentinos, hay un vínculo entre el monocultivo sojero y la Asignación Universal ,
y ése es, desde mi percepción, el punto ciego del correcto razonamiento
planteado por Carta Abierta cuando alerta sobre la imposibilidad de una
política social inclusiva sin retenciones: lo que falta decir es que para que
haya retenciones tiene que haber soja, y para que haya soja tiene que haber
glifosato.
Como suele suceder, quienes parecen percibir
con mayor agudeza esta relación dilemática no son los intelectuales sino los
ciudadanos, y en este sentido uno de los aspectos más opinables de la crítica
extractivista es la idea de que se trata de actividades económicas no
democráticas. No es así. Si bien es verdad que los escasos ejemplos de
consultas populares realizadas alrededor de estos proyectos en general terminaron
inclinándose por el rechazo, lo cierto es que los líderes políticos
(intendentes, gobernadores) que los impulsan son elegidos o reelegidos con
porcentajes a menudo abrumadores de votos (con todo su cianuro, José Luis Gioja
fue reelegido gobernador de San Juan con casi el 70 por ciento de apoyo).
Sintomáticamente, los intentos por construir alternativas de izquierda a los
gobiernos latinoamericanos a partir de cuestionamientos ambientales y
ecológicos fracasaron estrepitosamente, tal como demuestran los casos de
Alberto Acosta en Ecuador, Marina Silva en Brasil y Pino Solanas en Argentina.
Insisto: esto no
implica negar los efectos negativos de este tipo de actividades, pero sí invita
a considerar con cuidado la relación entre votos y recursos naturales (que es
la relación entre democracia y ecología). Con un dato extra, también incómodo.
Por inercia intelectual, desidia o conveniencia, la izquierda a menudo asume
que hay una alianza natural entre, por un lado, los sectores, muchas veces
campesinos e indígenas, que resisten las dinámicas económicas extractivas, y,
por otro, los grupos pobres urbanos (estoy tentado de escribir: proletarios),
en la medida en que todos deberían luchar objetivamente contra el mismo
capitalismo depredador, cuando en verdad los sectores populares de las ciudades
constituyen la base fundamental de los gobiernos que tanto se critican.
La escalera
Por motivos obvios, en
los últimos años han ido ganando fuerza en Europa y Estados Unidos las teorías
del decrecimiento y el pos-desarrollo, que plantean la necesidad de abandonar
la expansión económica como objetivo prioritario de la gestión estatal y
avanzar hacia un nuevo modelo de sociedad, en donde el consumo ya no ocupe el
lugar central y donde las relaciones entre el ser humano y la naturaleza se
vayan reequilibrando. Aunque interesante, el debate parece un poco lejano a la
realidad de América Latina, que entre todos sus problemas enfrenta el de la
ausencia –no el exceso– de consumo por parte de vastos sectores de la población
(incluso de consumo de alimentos).
Sin un crecimiento alto y sostenido, parece
difícil que los países latinoamericanos logren mejorar la calidad de vida de
sus habitantes. Y, aunque no hablaremos aquí de colonialismo cultural ni nada
por el estilo, resultan llamativas las semejanzas entre este tipo de planteos y
lo que el economista coreano Ha-Joon Chang define como la “estrategia de tirar
la escalera”: el hecho de que los países centrales desplegaron históricamente
una serie de políticas proteccionistas que, una vez alcanzado un alto nivel de
desarrollo, pretenden vedar al resto del mundo con la consigna del libre
comercio. O como dicen que un alto dirigente chino respondió cuando un
funcionario europeo acusó a su país de estropear el medio ambiente con emisiones
descontroladas de dióxido de carbono: “Ustedes ya hicieron su revolución
industrial; ahora nos toca a nosotros”.
1. Alberto Acosta,
“Extractivismo y neoextractivismo, dos caras de la misma maldición”. Disponible
en http://www.ecoportal.net
2. Terry L. Karl, The
Paradox of Plenty. Oil Booms and Petro-States, University of California Press,
1997.
4. Ha-Joon Chang, 23
cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, Debate, Buenos Aires, 2013.
© Le Monde
diplomatique, edición Cono Sur
Fuente: http://lahistoriadeldia.wordpress.com/2013/06/15/la-trampa-de-los-recursos-naturales-un-poco-de-realismo-politico/
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