sábado, 11 de julio de 2020

"Si algo nos ha dejado claro la pandemia por COVID 19, es el poco alcance garantizado de los derechos humanos y su traducción en servicios públicos esenciales (salud, educación, justicia, seguridad)".

Distanciamiento y confinamiento ¿una forma de destierro social?

11 de julio de 2020

Por María Luisa Cabrera Pérez Armiñan (Rebelión)
A tres meses del estallido mundial de la pandemia por COVID 19, podemos discutir las repercusiones del distanciamiento social y del confinamiento del quédate en casa, pues ambos patrones de comportamiento concurren en el aislamiento social y la sustitución del contacto humano por la conectividad virtual.
Distanciamiento y confinamiento sugieren destierro social, porque son experiencias de alejamiento y desapego que afectan los ámbitos de socialización tal y como los conocemos. Tambien lo asocia así, el significado penal en muchas legislaciones. El destierro siempre ha sido una forma de condenar y aislar a los rebeldes y opositores de regímenes autárquicos, para evitar la propagación de su influencia y de sus ideales. Pero no solo, tambien el destierro persigue a los “locos”, a las brujas, a los visionarios, es decir, a todas las influencias que por su propio carisma quedan fuera de lo común. El destierro acoge a los incomprendidos y brinda refugio a los expulsados en cualquier sociedad.
El destierro, siendo el lugar de los que no tienen lugar, es decir de los expulsados por la enfermedad, se convierte en el espacio de contención de los condenados. Algo así han funcionado los dos hospitales de atención de la pandemia (Hospital de Villa Nueva y Hospital del Parque de la Industria) por tener sus puertas cerradas, por estar acordonados por la Policía, por impedir el libre tránsito, por tratar a los enfermos como reclusos inculpados. Meses después el gobierno guatemalteco no perdona al único fugado que nunca pudieron recapturar, aunque lo siguen intentando. ¿Es razonable perseguir la desobediencia a la norma cuando el mayor castigo es el riesgo de enfermar o morir?. En términos psicológicos es razonable preguntarse que produce más complicidad y consenso ciudadano ¿el poder de la norma o el temor del riesgo?
El grado de anomia que genera mantener el distanciamiento y el confinamiento prolongados deja sus huellas en la vivencia de la incertidumbre, que habitualmente nos permite lidiar con la ansiedad a lo desconocido, comprometiendo el futuro con los miedos o temores al contacto físico y el acercamiento humano. Sentir la cercanía con los Otros-as puede tener un alto precio, así que la protección sugerida es retraerse e inhibirse del contacto, lo cual altera la espontaneidad natural del ser. Los niños pequeños, aunque no se conozcan entre ellos, cuando se ven se acercan naturalmente, no se huyen y no se rechazan y ese impulso por buscar el contacto se mantiene toda la vida y conforma las diferentes formas de socialización.
Aislamiento y repudio social
El aislamiento social se paga caro con la soledad, no la escogida, sino la que deviene cuando te sentís arrinconado, marginado, descartado por ser más frágil en razón del género o edad o clase social. En el caso de las personas mayores, esta vulnerabilidad se traduce en el estigma discriminador de la inutilidad de vida, que concita la prescindencia del ser. Repudiar a los abuelos implica una injusticia generacional que rompe el ciclo natural de los diálogos intergeneracionales, que tantas cosas han permitido descubrir a los nietos. La sabiduría de la vejez, es un legado valioso, que a los jóvenes les permite acceder a la historia y formar su identidad como sujetos-as, investigar en la memoria oral de los mayores es un tesoro que nos da claves acerca de nuestra generación y de los grandes cambios sociales que transformaron nuestras vidas.
Por razones mal conocidas siempre ha sido más factible y profundo el dialogo entre abuelos y nietos que las conversaciones entre padres e hijos. El resentimiento y la venganza, que son la deuda que permite dialogar o confrontar violentamente los pareceres en las familias, parecen más atenuadas entre las generaciones más distanciadas, ocurriendo los acercamientos a propósito de algo, ¿de algún secreto familiar? o incluso ¿de algún hallazgo en la historia familiar del que sentirnos orgullosos o avergonzados?
En mi reciente experiencia con talleres virtuales pude sentir en carne propia la dificultad y el desconcierto de la comunicación oral sin imagen, sin ver a los interlocutores. Esto me ha permitido tomar conciencia de que lo virtual reemplaza la presencia, pero no puede suplir la ausencia que sólo puede ser llenada por la subjetividad del ser, y es así como se van forjando los lazos sociales que propician las interacciones.
Hablar es un hecho social retroalimentado por el encuentro comunicativo, donde no puede faltar la expresión gestual y emocional de la mirada y la calidez o aridez de las actitudes; todo ello significa comunicarse con la mitad del rostro anulado (Carlos Cano; 2020) [1], sin el cual no hay interacción social ni mucho menos conversación. En suma, hablar en la distancia y con el rostro semi cubierto no resuelve las necesidades del contacto y perturba la comunicación expresiva través de barreras simbólicas que se resignifican, por ejemplo hay quienes asocian la mascarilla con la libertad de expresión reprimida, que significa el burka para muchos occidentales.
Se hace necesario profundizar en las repercusiones negativas del distanciamiento social, porque a estas alturas de la pandemia nos ha quedado claro que ésta llegó para quedarse y que la integraremos en nuestras vidas y prevenciones futuras como ha ocurrido con el virus del VIH-SIDA, del ébola, del SARS…
Los medios de comunicación y los gobiernos en Centroamérica criminalizan a los enfermos y los responsabilizan de la propagación y del contagio. Y estas formas de discriminación actuales se perciben muy injustas porque te dejan desamparado y desolado; se pierden amigos por el pánico a la enfermedad y por considerar insuficientes los esfuerzos personales de protección. Ocurren denuncias entre vecinos por las pequeñas transgresiones cotidianas que son tambien un acto de rebelión en libertad frente al encierro, predomina la preocupación por obedecer las normas persiguiendo el disenso, y se acusa la desobediencia porque confronta la sumisión.
Normalidad en crisis
No habrá una vuelta a la normalidad conocida, pero tampoco podremos aguantar indefinidamente condiciones tan inciertas, inseguras y desestructuradas. Podemos evitar pensar en el futuro, tal y como este autor sugiere que ocurre a los guatemaltecos (Hofstede, 2014)[2] pero ¿podremos recuperar la anormalidad en crisis a la que estamos tan acostumbrados sin que el suicidio asome como mal menor frente al colapso que estamos viviendo?. La “Nueva Normalidad” promete más de lo mismo profundizando y agravando las consecuencias de la misma desigualdad de siempre (Carlos Cano;2020)[3].
El problema del distanciamiento social, que sí es distanciamiento físico como dijera Rita Segato en una entrevista a La Nación (abril 2020)[4], se acompaña de miedo, inhibición y rechazo al contacto físico. Un miedo enquistado en el cuerpo que inhibe los abrazos, los besos, tocarse, jugar corporalmente, seducir con caricias, todas esas expresiones afectivas y sensuales que estimulan las sensaciones de goce y bienestar se están resignificando como fruto prohibido, debido a que representan peligro porque propaga el contagio del coronavirus. Pero el deseo de acercarse se mantiene vivo porque así es su naturaleza social, la que fragua los lazos sociales que nos permiten convivir en sociedad y aguantar las restricciones con bastante conformidad y tolerancia.
Podremos vivir protegidos si validamos el distanciamiento social como una medida de larga duración, pero viviremos huraños y ariscos, sin la savia de la relación humana que es la formación del vínculo social generado por la necesidad de los y las Otras, por eso los buscamos. Como especie evolutiva, necesitamos el apego del vínculo para madurar, crecer y socializarnos. No hay sociedad humana sin contacto que nos acerque a los Otros, sin apegos que nos socialicen y sin corporalidad que delimite el territorio de nuestra subjetividad.
Cuánto más perdure el distanciamiento más frágiles se volverán los apegos que construyen vínculo social, mayor sensación de aislamiento y de profunda desolación nos dejará. ¿Queremos que las personas mayores se sientan un estorbo en la sociedad? o ¿queremos protegerlas asegurando una convivencia socializada, respetuosa e intergeneracional? ¿Tendrán ellos un lugar en nuestros hogares? o esta pandemia ¿será la oportunidad de una limpieza social que depure a aquellos que ya no se consideran necesarios?
Si no tuviéramos miedo de morir o de enfermar gravemente no nos preocuparían los estragos de la pandemia, ni tampoco nos inquietaríamos por proteger y cuidar a los viejos, ni a los niños o a las personas más frágiles. El miedo puede advertirnos de los peligros y esa sería una función útil, pero puede alterarnos tanto que el pánico gana la batalla y deja malherida nuestra capacidad de respuesta. El miedo se puede evitar, evadir u ocultar, pero el pánico se impone, nos inunda y nos bloquea. Esa es su fuerza poderosa y destructiva. Lo que incuestionablemente hoy nos tiene a todos y todas “empanicados” no es en sí mismo el hecho de enfermarse, sino morirte porque no hay con qué atenderte. Ese sí es un pánico real en la actual coyuntura de transmisión sostenida de la pandemia en Guatemala.
Sistema de Salud colapsado
El sistema de salud está colapsado y eso es lo que nos aterroriza si llegamos a enfermarnos. Este paradigma no es por los incontrolables derroteros de un virus poco conocido, ocurre por el controlable derrotero impulsado por la privatización de los servicios públicos y la minimización del Estado, reducido a asumir los costes y las deudas de reconversión de las grandes empresas y corporaciones privadas.
Si algo ha dejado claro la pandemia por COVID 19, es el poco alcance garantizado de los derechos humanos y su traducción en servicios públicos esenciales (salud, educación, justicia, seguridad). Los recortes del sistema de salud en Guatemala las ultimas décadas han provocado que en estos momentos tengan menos cobertura sanitaria que nunca antes y estén peor equipados. El efecto de las denuncias de los médicos del Hospital Roosvelt o del Hospital de Villanueva y del Parque de la Industria, sin quitarles toda la razón, atemoriza a la población pues queda claro que el problema ya no es enfermarse, sino el colapso hospitalario cobrado en nuevas víctimas prevenibles. La ausencia de equipamiento y medidas de protección adecuadas para el personal sanitario agrega indignación social a un temor fundamentado.
Una duda razonable sería si alguna de las muertes ocurridas por la pandemia en la región centroamericana hubieran sido prevenibles de haber habido un sistema de salud adecuado como ha sugerido la OMS. Bajo la perspectiva de la justicia transicional, los Estados debieran ser sancionados por permitir que esto llegara a suceder, puesto que ya existieron otras pandemias graves en las últimas décadas y se ha especulado sobre escenarios previsibles, pero dichos informes fueron archivados sin que sus consecuencias se dieran a conocer.
Tribunal de Conciencia en Salud
Si de esta coyuntura mundial de la pandemia y la atención en salud por cada Estado afectado, se desprendiera la formación de un Tribunal Mundial de Conciencia que revisara comparativamente la ética de las diferentes actuaciones de los sistemas de salud de los países afectados, tal vez se lograría tomar conciencia del criminal y fraudulento engaño y corrupción de los poderes, que ha supuesto profundizar diversas formas de privatización de la salud recortando la salud pública en todos los países y convirtiéndolo en el jaque mate del colapso civilizatorio. Si no aprovechamos este colapso para convertirlo en transición contra hegemónica, las muertes que hubieran sido prevenibles con un sistema público bien fortalecido y consolidado, no hubieran engrosado la lista de los mártires de un sistema injusto.
Conforme ha pasado el tiempo se ha evidenciado más la falta de trasparencia de la gestión gubernamental de la pandemia en Guatemala. La gran pregunta sigue siendo, si uno sospecha síntomas de coronavirus ¿a quién puede acudir y qué se debe hacer? El Estado monopoliza las pruebas de detección y solo se aplican bajo criterio médico en los Hospitales públicos. Pero a estas alturas, lo que nadie quiere es estar recluido y vigilado en un hospital del que no puedes salir, prefiero enfermarme o morir en mi casa es la opción más deseable cuando el riesgo de acudir al hospital pasa por transitar en espacios aglomerados, tumultuosos y desprotegidos por falta de equipo y de capacidad instalada.
Lo que produce credibilidad institucional es que el sistema cuente con los recursos y capacidades suficientes para dar plena cobertura a quienes lo necesiten y no practicar el “sálvese quien pueda y quien tenga” en el sector privado de la salud, que por otra parte extorsiona con cantidades desorbitadas y además contraes la obligación con algunos hospitales privados de tener que recuperarte en sus instalaciones.
Ahora que los hospitales privados pueden atender casos de COVID 19, sucederá que los ricos serán rápida y adecuadamente atendidos aunque tengan que dejar una fortuna, la clase media se entregará a los servicios mediocres y fraudulentos de los seguros privados que les arruinan la vida y el futuro. Los pobres y extremadamente pobres, sobrevivirán con suerte si llegan a tiempo a los hospitales nacionales y se endeudarán de por vida, no solo para pagar el traslado del enfermo sino para costear las medicinas, los alimentos y hasta la ropa de cama que los hospitales no tienen, por la mucha corrupción que sigue habiendo.
Los Tribunales de Conciencia sirven para crear y profundizar en sociedad la conciencia social y crítica acerca de realidades profundamente injustas y de luchas sociales más que justificadas. En Guatemala, aún recordamos el impacto del juicio por los delitos de esclavitud y violencia sexual en el caso de Sepur Zarco. El Tribunal dio la oportunidad de escuchar las voces de mujeres campesinas que habían sido silenciadas, reprimidas e ignoradas y de convertir en condena y repudio social una realidad inimaginable e innombrable que a todos nos avergüenza, ya fuera por por omisión, por desconocimiento, por inacción o por conformidad.
Un Tribunal de Conciencia de ámbito Internacional que examinara el comportamiento del sistema público de salud en varios países, sería capaz de estimar daños y reconstruir escenarios ¿Cuánto más se hubiera resuelto de la pandemia sino hubiera habido recortes previos? ¿Cuántas personas fallecidas se hubieran salvado? ¿Cuántas más pruebas se hubieran realizado si se contara con los insumos y las capacidades necesarias? ¿Cuántos médicos y enfermeras se debieron haber contratado para atender adecuadamente y estar bien protegidos?…
La crisis de la pandemia ha desnudado realidades sistémicas en todos los países y sus consecuencias desiguales explotadas en los Tratados Comerciales Multilaterales, como el Tratado de Libre Comercio en América Central, incluyendo las versiones posteriores ajustadas del Plan Puebla Panamá y del Triángulo Norte o Trifinio. Algunos análisis y reflexiones de expertos (Chomsky, Naomi Klein) nos indican que las pandemias resultan útiles para fortalecer objetivos geoestratégicos que escapan al control ciudadano, apremiando la necesidad de nuevas indagaciones que den respuestas. Por ejemplo ¿qué ignoramos del TLC relacionado al poder corporativo de las multinacionales farmacéuticas y al control de la pandemia del COVID 19? ¿Por qué la vacuna se ha convertido en trofeo de competencia mercantil entre países?
En suma, la pandemia representa un mosaico de intereses ocultos y distorsionados donde el derecho a la salud y a la vida es un instrumento para la ganancia puesto al servicio del “bussines as usual”, no un bien común que garantice el bienestar y la igualdad de todos los seres humanos.
Notas:
Fuente: https://rebelion.org/distanciamiento-y-confinamiento-una-forma-de-destierro-social-2/

No hay comentarios:

Publicar un comentario