lunes, 18 de mayo de 2020

II. Destaquemos que: "El abordaje típico se concentra en un nivel político superficial, ignorando pertinazmente tanto los fenómenos estructurales de larga duración, como la posibilidad agencial de cambiar las estructuras socioeconómicas: posibilidad siempre abierta, aunque con disímiles circunstancias y grados de factibilidad. En consecuencia, lo que predominan son flacos análisis. Flacos porque deben omitir datos obvios (como las escandalosas diferencias regionales), descartar preguntas reveladoras (¿por qué, por ej., hay tanta alarma con el COVID-19, cuya tasa de mortalidad se halla muy lejos de las de la desnutrición, el cólera, o el paludismo?) y evitar el cruce de variables o dimensiones (como ecología y capitalismo). El resultado de todo esto es una pésima discusión pública de los problemas, junto a un desconcierto generalizado que no reconoce fronteras geopolíticas ni sociales".

Covid-19, estructura y coyuntura,

ideología y política

18 de mayo de 2020
 
 

   Por Federico Mare y Ariel Petruccelli (Rebelión)


(continuación)

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Las diferencias pandémicas entre el mundo occidental, por un lado, y Asia oriental, por otro, están siendo objeto de interpretaciones ideológicas en el viejo y negativo sentido de la palabra «ideología»: falsa conciencia con escasa atención a las evidencias empíricas. Se habla de una cultura más colectivista y autoritaria, sustentada en la tradición confuciana (China, Japón, Corea del Sur, Taiwán, etc.), contrapuesta a una cultura más individualista y liberal (oeste europeo, EE.UU. y otros países anglosajones). Las preferencias pueden variar, pero el contraste parece ser aceptado como una evidencia tanto por los que deploran el ascenso del autoritarismo policial-digital chino (variante casi distópica del biopoder), como por quienes saludan las decididas políticas comunitarias de salud montadas por los fuertes e interventores estados del lejano este asiático.
Por lo demás, Australia exhibe guarismos similares a los del Asia oriental. Los países del Pacífico occidental, pese a sus enormes disparidades demográficas, políticas e histórico-culturales, celebran por igual su éxito frente a la amenaza pandémica, con el mérito adicional de haber logrado una rápida contención en la mismísima región donde surgió el COVID-19. Tanto la gigantesca, autoritaria y confuciana China, como la pequeña, liberal y anglosajona Nueva Zelanda, hoy pueden ufanarse de haber vencido al coronavirus.
Es notable que Byung-Chul Han, a la hora de explicar la disparidad del impacto pandémico entre Europa occidental y Asia oriental, haya elegido reciclar el choque de civilizaciones, cuando dos países «blancos» bastante próximos al Lejano Oriente, Australia y Nueva Zelanda, ponen totalmente en entredicho su tesis culturalista. No solo eso: Australia y Nueva Zelanda son estados de ascendencia británica, es decir, países occidentales donde el individualismo y el liberalismo tienen mayor arraigo histórico que en otros donde ha primado, por ejemplo, la cultura latina, como Italia, España, Francia y Portugal. Siguiendo el razonamiento del filósofo coreano, la Europa mediterránea debería haber tenido una mejor performance sanitaria que la Australasia anglosajona, pero esto es ostensiblemente falso, incluso en el caso lusitano, el menos desfavorable. La cohesión comunitaria no parece ser un aspecto tan fundamental… Dentro del mundo islámico, ¿cómo se explicaría entonces que el ultrafundamentalista Irán duplique la tasa de mortalidad por coronavirus de Turquía y Bosnia-Herzegovina, las naciones musulmanas más occidentalizadas?
También han sido objeto de polémica otros casos contrastantes. El presidente argentino Alberto Fernández comparó recientemente la situación de Noruega y Suecia, creyendo ver en ellas una confirmación de lo acertado de su severa política sanitaria frente a la pandemia: el ASPO (aislamiento social, preventivo y obligatorio), un confinamiento masivo y total muy precoz que ya ronda casi los dos meses. Noruega –con una cuarentena relativamente temprana– y Suecia –donde hasta los bares continúan abiertos– presentan tasas de mortalidad por millón de habitantes ciertamente diferentes: 43 contra 325. Sin embargo, es cuanto menos dudoso lo que esa comparación demuestra, o deja de demostrar. Después de todo, la mortalidad proporcional que exhibe con orgullo la cautelosa y mesurada Noruega de Solberg no está lejos de aquella que ostenta con escándalo el irresponsable y desquiciado Brasil de Bolsonaro; en tanto que la tasa de la permisiva Suecia es muy inferior a las de España, Italia y Bélgica, tres países que han optado por la vía más estricta del confinamiento. Por otra parte, ¿por qué habríamos de asumir, contra toda evidencia hasta el momento, que las tasas de mortandad por millón de habitantes en América Latina tienden a ser análogas a las de Europa occidental? Hasta ahora, viendo el panorama en conjunto, los datos estadísticos muestran casi uniformemente lo contrario. Las excepciones parciales sirvan para matizar, no para validar o refutar.
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Nadie sabe a ciencia cierta cuál es la efectividad de las medidas tomadas. Los tan marcados contrastes regionales más bien parecen mostrar –como dijimos– que el impacto de la pandemia se ve más determinado por condiciones estructurales preexistentes que por las decisiones coyunturales y acciones urgentes de quienes gobiernan. Las comparaciones Argentina-Brasil y Noruega-Suecia parecerían indicar que las medidas de confinamiento total pueden reducir significativamente el impacto de la pandemia, pero dentro de claros y bien diferenciados parámetros regionales (el peor resultado latinoamericano difiere poco del mejor resultado europeo-occidental). Y el parangón entre Japón y China, o Rusia y Bielorrusia, ponen en duda la eficacia de la cuarentena estricta respecto a otras estrategias de contención más flexibles pero inteligentes.
Por otra parte, es un hecho que el confinamiento tiene consecuencias sociales y económicas. Y aquí también son marcadas las diferencias regionales. En India y Filipinas, por ejemplo, la cuarentena ha colocado a millones de personas al borde de la inanición. No es lo mismo la suspensión de actividades económicas en países centrales desarrollados y ricos –capaces de brindar cierta cobertura a su población más desfavorecida–, que en estados subdesarrollados y pobres de la periferia: en estos, la pandemia bien puede devenir en hambruna. Tampoco es equiparable el impacto de la parálisis económica para empresas que han acumulado grandes capitales, que para trabajadores sin capacidad de ahorro: en el primer caso, peligran las ganancias; en el segundo, la propia supervivencia.

Lo mismo cabe señalar en relación a otras variables macroeconómicas, como los niveles de desempleo, precarización e informalidad, o el PBI per cápita y la distribución de la riqueza. La Noruega que ha invocado Alberto Fernández tiene una espalda que Argentina de ningún modo posee. Las sociedades escandinavas, prósperas y poco desiguales, pueden hacer sacrificios materiales y esfuerzos sostenidos en el tiempo que sus pares latinoamericanas –con enormes bolsones de desocupación, subempleo, pobreza y marginalidad– no están en condiciones de afrontar, por lo menos sin que medie una auténtica revolución (el gobierno argentino retrocedió en chancletas tras lanzar una tímida propuesta de establecer un gravamen del 1% a las grandes fortunas. En paralelo –y claro contraste– estableció sin mucho ruido un recorte del 25% a los salarios en los sectores privados paralizados). La Argentina que dejó Macri, endeudada hasta el cuello y en aguda recesión, tiene índices de pobreza/indigencia e informalidad cercanos al 40%, que no cesan de incrementarse debido a la crisis pandémica. El mentado quedate en casa es una meta imposible, o suicida, para amplios sectores sociales de la Argentina y del resto del «Tercer Mundo».
En tal sentido, la antinomia salud-economía tiene mucho de falaz. ¿La salud de quiénes? ¿La gente pobre, caída del sistema? ¿Los sectores medios y altos, bien integrados a la sociedad de consumo y el empleo formal? ¿De qué hablamos cuando hablamos de economía? ¿De la rentabilidad empresarial o de la subsistencia popular? La burguesía, igual que los medios y economistas que le son funcionales, solo se preocupan por las ganancias. Su egoísmo de clase es repudiable. Pero también merecen crítica aquellos gobiernos que, como el de Alberto Fernández en Argentina, enarbolan un talibanismo sanitario despreocupado por las condiciones materiales de existencia de la gente humilde, sobre la premisa equivocada –implícita más que explícita– de que economía es sinónimo de afán de lucro y riqueza concentrada.
Defender la economía no necesariamente es hacerle el juego a la derecha neoliberal, como dicen algunos sectores del progresismo (sectores que, dicho sea de paso, poco y nada hacen, en términos prácticos, para que se les cobren más impuestos a las personas más ricas, con los cuales poder financiar la actual emergencia sanitaria y social). Se puede –y se debe– defender la economía como aquello que hace posible la reproducción vital de las clases trabajadoras y las mayorías populares. Está muy bien que nos importe más la salud pública que el enriquecimiento privado, el bienestar general más que la codicia corporativa. Lo que no está bien es que no nos importen las consecuencias ruinosas de la cuarentena prolongada sobre el trabajo y la subsistencia de los sectores más vulnerables, para los cuales la estabilidad de ingresos y la capacidad de ahorro son cuentos de hadas.
Entre el no hacer absolutamente nada de Trump y Bolsonaro al inicio de la pandemia, y la cuarentena draconiana e indefinida del talibanismo sanitario, hay una enorme gama de opciones que, desgraciadamente, no están siendo objeto de ningún debate público. Hay que tener mucha estrechez mental para asociar mecánicamente el cuidado de la economía a la defensa del lucro privado. El cuidado de la economía bien puede pasar por el establecimiento de una renta básica ciudadana, una reforma progresiva del sistema tributario, o incluso por expropiaciones al capital. Al poner esto sobre el tapete se torna transparente que no es exactamente la estrechez mental lo que lleva a la asociación economía-lucro. Lo que subyace es, en realidad, el compromiso sustancial con una economía basada en la propiedad privada sobre los medios de producción, el mercado y la acumulación capitalista: eso es lo que impide pensar alternativas económicas de otro tipo.
La contraposición entre salud y economía que hoy se asume masivamente es, pues, un espantajo. Aunque suene inverosímil en medio del pánico mundial por el COVID-19, el principal problema sanitario de la humanidad es, por lejos, el hambre, junto con la falta de agua potable. Que los millones de niños y niñas que, año tras año, mueren de desnutrición (o de problemas colaterales como las enfermedades diarreicas), no generen angustia social en la comunidad internacional, ni sean causa de drásticas medidas políticas y económicas, dice mucho del mundo en que vivimos… tanto como el pánico desatado por una pandemia que, hasta ahora, no supera los 300 mil decesos. La cifra puede parecer impresionante, pero en verdad no lo es. Para ingresar al sombrío ranking de las diez causas de muerte más importantes a nivel global, aunque más no sea en el décimo puesto, el coronavirus debería al menos cobrarse un millón y medio de víctimas fatales en 2020. Para hacerlo, la mortandad de los dos cuatrimestres próximos debería triplicar la mortandad acumulada durante el primer cuatrimestre del año, algo sumamente improbable, dado que, en casi todos los países, la curva de contagios tiende a aplanarse.

En la sociedad posmoderna del espectáculo, el rigor lógico y empírico, los análisis sobriamente mesurados, las comparaciones respetuosas del principio de proporcionalidad y el examen en contexto son arrojados a la basura. Las cifras absolutas son preferidas a las relativas (casi nadie habla de Bélgica, pero se sigue hablando de China), los argumentos especulativos y anecdóticos campean por doquier, y las aprobaciones o descalificaciones a priori –ideológicas– resultan mejor valoradas que los datos y las evidencias.(...)
 Fuente: https://rebelion.org/covid-19-estructura-y-coyuntura-ideologia-y-politica/




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