miércoles, 1 de abril de 2020

Descubrimos cuanto nos mienten los de arriba al saber que la salud es “una forma de vivir, autónoma e interdependiente, solidaria y gozosa que debe desarrollarse en un mundo habitable, sostenible y justo.”

Entrevista a Joan Benach

«Hay que aprovechar esta pandemia para hacer un cambio social radical»

1 de abril de 2020
Por Gabriel Boichat
Crítica / Sin permiso

 El coronavirus es un problema de salud y desigualdad global que nos debe hacer comprender la crisis ecosocial actual que nos lleva al abismo.
Quería empezar preguntándote sobre los conceptos de salud, sanidad y salud pública, sobre los que creo a menudo hay cierta confusión. ¿Podrías explicarlos?
El concepto de salud abarca muchas dimensiones e indicadores: la calidad de vida, el bienestar y sentirse sano, la ausencia de enfermedad, los trastornos de salud mental o la muerte prematura son algunas de las más conocidas, pero también puede incluir el no sufrir abandono, la soledad o falta de cuidados, el sentirse feliz, la alegría de vivir, el sentido de la vida, o la ausencia de alienación por citar algunas otras más más difíciles de estudiar. Hace ya casi medio siglo el médico catalán Jordi Gol propuso una definición interesante al decir que la salud es «aquella manera de vivir que es autónoma, solidaria y gozosa». Hoy deberíamos enfatizar también nuestra interdependencia de los demás y del entorno ecosocial y político. Quizás podríamos completar esa definición diciendo entonces que la salud es “una forma de vivir, autónoma e interdependiente, solidaria y gozosa que debe desarrollarse en un mundo habitable, sostenible y justo.” Hay tres maneras básicas de entender la salud.
La salud individual, con la que estamos más familiarizados y que relacionamos con la enfermedad, la medicina y la sanidad, ya que, bien sea personalmente, con el cuidado de familiares o amigos, o la asistencia de profesionales sociosanitarios, todas las personas enfermamos y necesitamos ayuda.
La salud pública, es decir, aquella disciplina que fomenta la salud colectiva con los conocimientos, tecnologías e intervenciones necesarias para proteger y promover la salud, prevenir y vigilar la enfermedad y los factores de riesgo, o ayudar a morir humana y dignamente.
Y tercero, la salud de los grupos sociales, una visión que se relaciona con la estratificación de colectivos según su clase social, género, etnicidad, situación migratoria, edad, territorio, identidad sexual o cultural, o distintas formas de discapacidad, todo lo cual nos conecta con las desigualdades de salud. De hecho, a menudo puede ocurrir que la salud promedio de una población determinada mejore, pero a la vez las desigualdades aumenten.
Por tanto, en la salud pública debemos tratar de conseguir tres cosas: mejorar la salud colectiva y aumentar la equidad en todas las dimensiones de salud que sea posible.
¿Cuáles son las causas de la salud colectiva y las inequidades?
Dejando de lado todo aquello que hace referencia a la «mala suerte», a la «voluntad divina» y otras razones pseudocientíficas, lo cierto es que es muy difícil conocer con exactitud las causas del porqué una determinada persona puede sufrir un trastorno de salud. Hay demasiadas causas en juego y los riesgos no se traducen necesariamente en enfermedades. Valorar las causas de la salud colectiva tampoco es sencillo, pero para ello debemos comprender las distintas y cambiantes teorías de causalidad o explicaciones de la salud y la enfermedad que han sido más o menos hegemónicas durante la historia. Muchas personas, incluidos médicos y científicos, piensan que las principales causas obedecen a los factores biológicos o genéticos, a los llamados «estilos de vida», o al tipo de atención sanitaria o a las tecnologías de que disponemos.
Todas tienen su importancia y es evidente que cuando enfermamos necesitamos y queremos una atención social y sanitaria que sea humana y de calidad, a la vez que técnicamente efectiva sin que nos cause daños innecesarios. Eso sólo ha sucedido recientemente en la historia, de forma limitada y para un escaso número de países. La colectivización de la asistencia sanitaria se inició en Gran Bretaña tras la Segunda Guerra Mundial basándose en el Beveridge Report que en 1942 propuso crear un Servicio Nacional de Salud (el National Health Service) para ofrecer asistencia preventiva y curativa completa para toda la ciudadanía. Un desarrollo así no se debe a la riqueza del país sino a condiciones históricas y políticas. Estados Unidos, con un sistema de salud que cabe caracterizar -en palabras de Fernández Buey- de “plétora miserable”, y Cuba, un país de renta baja con un bloqueo económico de ya seis décadas, pero con un sistema de salud de “escasez solidaria”, son dos casos extremos. Aún hoy, se estima que al menos la mitad de la población mundial no tiene acceso a servicios sanitarios básicos. En cualquier caso, cuando visitamos un centro de atención primaria o un hospital casi siempre es porque tenemos un problema de salud o un factor de riesgo que nos preocupa. Pero la pregunta entonces es: ¿por qué enfermamos colectivamente?
Entonces, ¿por qué enfermamos o tenemos mala salud colectiva?
Aunque los factores que he citado son importantes, hoy sabemos que todos ellos están relacionados con los determinantes sociales de la salud y la equidad. Es decir, la producción y distribución de riqueza, el desempleo y la precarización laboral, las políticas de vivienda y los desahucios, el entorno ambiental y la degradación ecológica, la violencia estructural contra las mujeres, la ausencia de una red de cuidados, o factores culturales como la falta de educación y de oportunidades. Y algo también muy esencial, la política y las relaciones de poder, así como con los diferentes intereses e ideologías que condicionan las decisiones políticas. Además, todo ello convive en el interior de un sistema socioeconómico y una forma de vida que, genéricamente, llamamos capitalismo basado en el egoísmo, el lucro y la destrucción ecológica.
El conjunto de estos factores explica la generación de desigualdades sociales que a su vez ocasionan desigualdades de salud en casi todos los indicadores que consideremos, de modo tal que cuanto peor es la situación social casi siempre peor es la salud. Por ejemplo, sabemos que las mujeres de las clases sociales populares tienen más obesidad y sobrepeso, lo cual genera distintas enfermedades, pero también sabemos que están más explotadas y sufren de mayor discriminación de distinto tipo por razones sociales e históricas. En realidad, deberíamos tratar de integrarlas todas, pero la investigación científica a menudo no sabe muy bien cómo integrarlas y analizarlas de forma sistemática. En todo caso, aunque todas las causas son importantes, las más esenciales para entender por qué estamos sanos, enfermamos o morimos prematuramente y cómo se crean las desigualdades en salud son las políticas. La salud es política.
¿Cómo actúan estas causas de forma integrada?
Esta integración de causas tiene lugar mediante una especie de “cascada causal” o, por mejor decir, por una red causal sistémica en un complejo proceso que llamamos incorporación (embodiment). Pensemos en el ejemplo de la obesidad que he mencionado. Una mujer es diagnosticada de diabetes y necesita tratamiento. Esa enfermedad puede tener que ver con la obesidad que arrastra desde hace años, y que está relacionada con sus malos hábitos de alimentación. Esa conducta a su vez tiene también que ver con el hecho de no tener tiempo para cuidarse y hacer ejercicio, por su falta de opciones educativas y culturales, por sus malas condiciones de vida y trabajo, por las preocupaciones familiares y el estrés económico y cotidiano que sufre al cuidar a su hija, etc. Todo ello dificulta sobremanera que pueda adoptar buenas pautas de alimentación ya que vive en un entorno «obesogénico«, donde, además, puede serle difícil comprar alimentos sanos a un precio asequible. Vale la pena recordar que desde hace años la industria agroalimentaria añade azúcares a multitud de productos para hacer que éstos sean más apetitosos, y con ello conseguir más ventas y obtener más ganancias. Conviene resaltar que prácticamente todo lo que podemos comprar en un supermercado está en manos de un puñado de transnacionales (Big Food), unos oligopolios que a menudo destruyen el medio ambiente: destruyen ecosistemas y seres vivos, emiten muchos gases contaminantes, tienen un alto consumo de energía y agua, y utilizan masivamente fertilizantes, antibióticos y pesticidas en un mercado supuestamente libre.
En definitiva, lo político y el resto de factores citado «entra” dentro de nuestros cuerpos y mentes “expresándose” en forma de daño psicobiológico con enfermedades, sufrimiento y mortalidad prematura.
Pero este análisis y conocimiento integrado que comentas no es el que habitualmente se practica en el ámbito científico, ¿verdad?
En los últimos decenios se han hecho grandes avances en muchos campos científicos y se han creado tecnologías formidables que, sin embargo, tienen muy a menudo efectos ambivalentes, positivos y negativos al mismo tiempo. Sin embargo, en el mundo global actual hay dos importantes consideraciones que debemos plantear y que están relacionadas con el conocimiento científico y la acción política. Gran parte de la investigación que hoy se realiza es enormemente hiperespecializada y reduccionista, un enfoque muy útil para analizar y entender muchos problemas, pero a menudo enormemente limitado para comprender y actuar ante muchos problemas ecológicos, financieros, sociales o de salud pública, globales o no, para los que precisamos utilizar un enfoque de tipo sistémico e histórico. Como dijo Marx, “cada vez sabemos más de menos hasta que lo sabemos todo de nada.”
A menudo se insiste –a veces retóricamente- en la necesidad de realizar estudios con enfoques multidisciplinares o interdisciplinares, y es verdad que existen valiosas reflexiones teóricas, pero sin embargo el mundo académico penaliza ese enfoque (en la enseñanza, el tipo de publicaciones y la financiación), en favor de una especialización a menudo vacua. Por ello, son escasos los científicos y centros de investigación que tienen como objetivo efectuar análisis que sean a la vez integrales, desde la política y la ecología hasta la epigenética y los procesos moleculares, pasando por la sociología y la psicología u otras), y a la vez también integrados, utilizando un enfoque realmente transdisciplinar, con lo mejor de cada disciplina para alcanzar un conocimiento nuevo.

El desarrollo de ese conocimiento, más integrado, complejo e histórico, como Marx lo entendió y practicó en gran parte hace siglo y medio, permitiría conseguir avanzar en la comprensión del capitalismo y en la crisis civilizatoria que enfrentamos. Por ejemplo, facilitaría la evaluación profunda del impacto de las políticas y las tecnologías en la vida cotidiana, o también la explotación, discriminación y alienación que sufren muchas mujeres de las clases populares, así como las nuevas formas de autoexplotación y precarización laboral que se diseminan por doquier, o la violencia silente y oculta que sufren tantas y tantas mujeres en casa y fuera de ella, y desde luego comprender mejor la atroz crisis ecológica y climática en que nos hallamos; tan dramática que, si seguimos como hasta ahora, probablemente la humanidad tenga muy poco futuro.
La otra consideración de importancia a constatar tiene que ver con las incertidumbres y dificultades propias del conocimiento científico y de la acción política que pueda derivarse del mismo, en un mundo donde hay grandes amenazas que pueden presentarse súbitamente. La ciencia necesita procesos de trabajo de extremado rigor y precisión, que requieren habitualmente de mucho tiempo de preparación, análisis, revisión y supervisión. Eso quiere decir que los resultados obtenidos en artículos y libros científicos se realizan durante un largo periodo de tiempo de meses o años, que las incertidumbres existentes suelen ser grandes, y que habitualmente se requiere de la confirmación de lo obtenido con otros muchos estudios. Por ejemplo, entender con certeza que fumar perjudica la salud comportó cuando menos de 15 años de estudios y, aun así, el problema de salud pública está lejos de estar solucionado ya que se estima que en este siglo morirán debido al tabaco nada menos que 1.000 millones de personas.

¿Cómo aunar entonces el necesario rigor científico y la necesidad de resolver problemas? ¿Qué hacer en el caso de situaciones que requieren respuestas rápidas o en situaciones de emergencia?
Me parece que debemos acercarnos a estudios capaces de sintetizar de la mejor manera posible la calidad, la rapidez, la participación comunitaria y la acción política. Hace tres décadas se dio un paso adelante con la aparición de “arXiv”, un repositorio de estudios científicos que no han pasado la revisión por pares (peer review). Seguramente sería necesario entonces desarrollar una investigación científica que aúne una síntesis de estudios “rápidos e imperfectos” (quick and dirty), la llamada “ciencia comunitaria” (community science o citizen science) y los estudios de “acción participativa” (participatory action research o community-based participatory research). ¿Por qué no se actuó en el caso de la pandemia del coronavirus de la que ya teníamos aviso meses antes de su expansión mundial? Además de las científicas, las razones probablemente incluyen una compleja mezcla de intereses económicos, ideologías reaccionarias y sesgos cognitivos: una amalgama de creencias que incluyen lo que sabemos, lo que esperamos, lo que creemos y lo que necesitamos. Hace una década hubo la pandemia de la gripe A H1N1 y el regreso de otra pandemia fue vaticinada por científicos y expertos. ¡Incluso Bill Gates advirtió que no estábamos preparados ante una nueva pandemia que podría ser catastrófica!

Y sin embargo, la inacción ha sido total; el sistema se ha mostrado incapaz de romper la lógica de anteponer los intereses económicos y el beneficio privado de las elites al de las personas comunes. Como ha señalado el periodista y ensayista David Wallace-Wells, una de las razones clave de la inacción es que las elites están convencidas de que el mundo es de ellos, de los “ganadores”, de los más aptos, y que los otros, los “perdedores”, si no sobreviven, es por su culpa y se lo merecen. Al igual que en otros muchos ejemplos de salud pública, la pandemia del coronavirus muestra que cuando hay grandes amenazas, aun y no disponiendo del conocimiento científico apropiado, debemos sentirnos “alarmados” y actuar aplicando radicalmente el principio de precaución y así evitar males mayores.
Sin embargo, como ha apuntado Yayo Herrero, ese principio parece de casi imposible aplicación en una sociedad que apenas si es consciente de la vulnerabilidad de la vida y del ser humano.
La actual crisis del coronavirus puede seguramente ayudar a entender mejor algunas de las causas y procesos que mencionas. ¿Por qué se ha convertido en un problema de salud pública tan serio a corto plazo?
La pandemia del coronavirus viene marcada a corto plazo por su letalidad, transmisibilidad y por su impacto sociosanitario. La letalidad no es muy alta, pero el virus es muy contagioso y al afectar a mucha gente (sobre todo personas mayores y enfermas, y ​​menos en los jóvenes), el número global de muertes puede llegar a ser muy elevado. Se están haciendo ingentes esfuerzos para hacer frente a la pandemia por parte de políticos, centros sanitarios y miles de profesionales –un ejemplo de ello lo tenemos en la ciudad de Barcelona, pero también en otras partes-, ahora bien pero un gran número de trabajadores sanitarios y de los servicios sociales están al límite de sus fuerzas, o ya han rebasado una situación de colapso, en un sistema sanitario público recortado y mercantilizado durante muchos años por las políticas de austeridad neoliberales con los recortes de Artur Mas en Catalunya, o la desastrosa gestión sanitaria de los gobiernos del PP en Madrid.

La realidad es que nos encontramos en una situación temporal de tercermundización de la sanidad pública. Es vergonzoso y escandaloso escuchar a muchos políticos reaccionarios y neoliberales predicar calma y confianza ante la crisis y llamar “héroes” a quienes hace apenas tres semanas habían despreciado, extendiendo y profundizando la falta de recursos y la precarización laboral. 

Desde el punto de vista sanitario, además de su impacto directo en la mortalidad (especialmente grave en las residencias de ancianos) y morbilidad, la pandemia está obligando a retrasar pruebas diagnósticas y operaciones quirúrgicas de cientos de miles de enfermos crónicos o con trastornos de salud mental, a la vez que demora o dificulta poder tratar los procesos sociosanitarios de carácter grave o muy grave.

Desde el punto de vista ético, además del elevado estrés e impacto psicológico y emocional en profesionales y enfermos, aparecen dilemas éticos sobre cómo, cuándo y en quién actuar, quién puede vivir o morir, tal y como ocurre con gran frecuencia en los países pobres. Desde el punto de vista psicológico, no cabe duda que el impacto emocional y psicológico de la pandemia es también enorme. Los familiares no se pueden despedir ni hacer el duelo de los seres queridos fallecidos que, en muchos casos, no pueden ni ser enterrados o incinerados. Y todo indica que el proceso de confinamiento social de muchas personas ancianas recluidas en sus casas o en centros geriátricos, o de la población general, va para largo. 

En el futuro habrá que analizar y valorar detenidamente los efectos de unos impactos que pueden llegar a ser enormes. El aspecto más positivo es el encomiable compromiso, valentía y brutal esfuerzo que están haciendo los profesionales sociosanitarios y muchísimos otros trabajadores de todo tipo, generándose un enorme caudal de muestras de solidaridad y trabajo comunitario, de orgullo y de esperanza.
Y a medio y largo plazo, ¿cuáles serían los principales problemas?
El coronavirus genera muchas fuentes de preocupación e incertidumbre a medio y largo plazo. Primero, porque el número de personas contagiadas que no conocemos puede ser muy elevado y, como todo parece indicar que será una pandemia de larga duración, se pondrá aún más a prueba la capacidad del sistema sociosanitario y la resistencia de los profesionales y de la sociedad en su conjunto. Parece claro que un largo confinamiento repercutirá negativamente en la salud mental y emocional de la población, con la más que probable generación de brotes de violencia relacionados con la inseguridad y los cambios sociales. Un ejemplo es el caso de las personas que deben confinarse junto a sus maltratadores.
Segundo, porque es probable que el virus permanezca entre nosotros, mute, sea recurrente o incluso se vuelva más virulento, además de que pueden aparecer pandemias similares incluso más graves. Ya hay indicios de ello en China donde, con la aceleración socioeconómica que ahora sigue a la parada del país es posible que produzca un nuevo brote epidémico.
Tercero, porque muchos países no tienen sistemas de sanidad pública apropiados para hacer frente al coronavirus ni desde luego a muchas enfermedades cotidianas, y tampoco existe un sistema de salud pública mundial adecuado que pueda hacer frente a amenazas sistémicas globales similares al coronavirus.
Un último punto, es que no sabemos cuándo podremos disponer de una vacuna efectiva y sin efectos secundarios (quizás uno o dos años), pero sí que las grandes empresas farmacéuticas (el Big Pharma) están centradas en obtener grandes beneficios con enfermedades rentables relacionadas con enfermedades del corazón, la salud mental, la disfunción sexual, etc., y no en infecciones tropicales o la gripe. Dado que podría haber una lucha por el monopolio de la vacuna, el problema entonces sería si las naciones más pobres podrían tener acceso a la misma. Así pues, necesitamos una infraestructura de servicios e investigación orientada a las necesidades de salud de la población y al bien común. Iván Zahinos, coordinador de la organización Medicus Mundi Mediterránea, y con una larga experiencia de trabajo en África y Centroamérica, lo ha dicho con las mejores palabras: “pongamos límites a los vampiros que meten sus sucias manos en nuestros sistemas de salud y construyamos unas leyes planetarias que blinden este regalo que tenemos como humanos, el don de curarnos unos a otros sin pedir dinero a cambio. Sí, eso es lo más divino que tenemos, y sin duda lo más diabólico, ponerle precio a la vida.”

¿Y la pandemia del coronavirus debe ser también considerado como un problema de desigualdad?
Sí, desde luego, el virus no genera en sí mismo desigualdades de salud, pero la desigualdad social sí. Habrá que esperar a tener análisis elaborados y conocer con detalle ese impacto, pero la pandemia del coronavirus es un problema serio de salud pública que no afecta igualmente a todos, como a veces se dice, sino que presenta grandes desigualdades según la clase, el género, la situación migratoria y otros ejes de desigualdad. A nivel global, ya he comentado los problemas que se producirán en los países con sistemas de salud más débiles, cuya población muere cotidianamente de todo tipo de enfermedades infecciosas evitables, y que no están preparados para hacer frente a una crisis de esta magnitud.
Aunque en este momento lo desconocemos (y los medios apenas si hablan de ello), la pandemia constituye una enorme amenaza para los grupos de población y los barrios más pobres y vulnerables de muchos países, con determinantes sociales de la salud frágiles e incluso calamitosos: vivienda, pobreza, precarización, falta de servicios básicos, agua y alimentación, contaminantes ambientales, etc. Eso afecta al África subsahariana, Irán o la India que, aunque relativamente protegidos por tener una población joven, enfrentan un desastre de salud pública; o Cisjordania y la franja de Gaza con gravísimos problemas al tener que hacer frente a un apartheid homicida; o a la población y barrios pobres en un país como Estados Unidos donde las políticas criminales de Trump podrían generar una catástrofe social llevándose por delante a un número enorme de población empobrecida.
En nuestro entorno, también hay desigualdades muy diversas relacionadas con la pandemia, si bien deberemos esperar a tener los estudios adecuados para conocer en detalle ese impacto. En relación al sector sanitario, destaca el mayor riesgo que enfrentan unos profesionales sanitarios y de los servicios sociales que muchas veces trabajan con medios escasos o inadecuados, o el tipo de atención que se puede ofrecer a quienes atienden a las ancianas y ancianos en residencias.
En cuanto al medio laboral, pensemos en quienes son despedidos de sus empleos, los sectores laborales y los trabajadores y trabajadoras precarizados que tienen que ir al tajo exponiéndose al dilema de perder el trabajo o enfermar. El teletrabajo sólo emplea a algunas profesiones, pero no a limpiadoras, camareras de piso, trabajadoras de cuidados, cajeras, y a otras muchas ocupaciones en gran parte precarizadas y feminizadas, que tienen peores determinantes sociales, ambientales y laborales de la salud, todo lo cual empeorará aún más sus condiciones de confinamiento y más que probablemente su salud mental.
En el hogar, la crisis se manifiesta sobre todo en las mujeres que son quienes afrontan la mayor carga: salidas para hacer la compra de las personas mayores, enfermas o con discapacidad, cuidado y atención de enfermos y de niños y niñas que no pueden ir al colegio, etc. Así pues, el Covid-19 tiene todas las características para que la consideremos no solo una pandemia vírica sino una “pandemia de la desigualdad” en salud según la clase, género, edad, situación migratoria y lugar donde se vive.
Y eso se añade a un medio social precarizado en Catalunya y España desde hace años …
Sí, dado que buena parte de la población ya estaba en muy malas condiciones antes de la pandemia, aquí hay que decir que llueve sobre mojado. Las políticas neoliberales mercantilizadoras de lo público (que gobiernos, instituciones y agencias internacionales y los que sustentan el poder económico han generado), han deteriorado durante décadas los servicios sociales y sanitarios afectando sobremanera a las clases populares: altos niveles de pobreza, desempleo y desigualdad, precarización laboral, desahucios, servicios mercantilizados, exclusión social, servicios sociales deficientes, etc. Según determinados parámetros económicos de uso habitual, como el PIB por ejemplo, parecería que hubiéramos salido de “la crisis”, pero desde luego eso no es cierto: desde el punto de vista social, la sociedad ha seguido en crisis. Pensemos que, en España y en Catalunya, una de cada cuatro personas está en situación de riesgo de pobreza y de exclusión, que más de la mitad de la población tiene dificultades para llegar a fin de mes, y que ahora el gasto publicó está muy por debajo de lo que se necesita en materia de protección y servicios sociales. Philip Alston, relator de Naciones Unidas, ha dicho recientemente que España es un «país roto«, que ha abandonado a las personas en situación de pobreza y no toma en serio los derechos sociales, para añadir que hay asentamientos cuyas condiciones «rivalizan con las peores que ha visto en cualquier parte del mundo«, y también áreas que, por su escasez de servicios, centros de salud, empleo, carreteras o electricidad, “muchos españoles no reconocerían como partes de su propio país.” Si lo miramos globalmente, todo hace pensar como he apuntado que el coronavirus producirá un desastre en los países empobrecidos del mundo, tanto en la población general como especialmente en aquella con más alta vulnerabilidad. Seamos conscientes de que en el mundo rico la pandemia y otras amenazas pueden hacernos alcanzar colapsos específicos o globales, pero también que gran parte de la población del mundo ya vive cotidianamente en el colapso. (...)
http://www.sinpermiso.info/textos/hay-que-aprovechar-esta-pandemia-para-hacer-un-cambio-social-radical-entrevista-a-joan-benach
Fuente: https://rebelion.org/hay-que-aprovechar-esta-pandemia-para-hacer-un-cambio-social-radical/

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