sábado, 15 de febrero de 2020

"Perdemos de vista, al reducir a una mera negociación, lo que más presente habría que tener, lo que más fresco tiene que estar. Nos referimos al asunto de la legitimidad ​ de los hechos, independientemente de su ​legalidad"​.

Toma de terrenos:

entre legalidad y legitimidad

14 de febrero de 2020

En esta semana estallaron conflictos en Bariloche (y ciertas regiones de Neuquén) en torno a la ocupación de terrenos fiscales por parte de diversas familias. Por supuesto que, como generalmente ocurre, los tecnicismos conceptuales y el trajín de la información cotidiana desdibujan el meollo de la cuestión reduciendo todo a un mero asunto de “reuniones” y “arreglos”. Y gracias a esto, lo que se pierde de vista es, precisamente, lo que más presente habría que tener, lo que más fresco tiene que estar. Nos referimos al asunto de la legitimidad de los hechos, independientemente de su legalidad.

Por Nahuel Michalski*.
Una de las cosas más importantes que la filosofía política ha hecho por nuestra cultura es separar con claridad lo legal de lo legítimo. Esto, por cierto, no resulta algo conceptualmente complicado. Sin embargo, aún abundan personas que al momento de juzgar un acontecimiento social lo reducen meramente al plano de la legalidad, y peor aún, a dicho plano lo asocian luego con moralidad. Como si el Derecho y la ley tuviesen algo que ver con la metafísica del “bien” y el “mal”. Como si la esclavitud no hubiese sido legal durante siglos. Entonces, una cosa es lo legal, y otra lo legítimo.
Lo legal tiene que ver con lo prescrito por las leyes en un Estado de Derecho y no necesariamente con pensamientos ético-morales. Pues, como se sabe, la verdadera motivación histórica de las leyes (a excepción de pensadores como Aristóteles, Rousseau o Hegel) no ha sido a ciencia cierta construir individuos “buenos”, sino tan sólo garantizar el orden público. Y esto, sobretodo, en lo que fueron los modelos filosóficos de pensamiento político propio del liberalismo burgués predominante en la sociedad europea de los siglos XVI y XVII. Y para garantizar el orden público, no resultaba -ni resulta- estrictamente necesario formar “buenas personas”, sino tan solo poder supervisar sus comportamientos.

Lo legal tiene que ver con lo prescrito por las leyes en un Estado de Derecho y no necesariamente con pensamientos ético-morales. Pues, como se sabe, la verdadera motivación histórica de las leyes (a excepción de pensadores como Aristóteles, Rousseau o Hegel) no ha sido a ciencia cierta construir individuos “buenos”, sino tan sólo garantizar el orden público. Y esto, sobretodo, en lo que fueron los modelos filosóficos de pensamiento político propio del liberalismo burgués predominante en la sociedad europea de los siglos XVI y XVII. Y para garantizar el orden público, no resultaba -ni resulta- estrictamente necesario formar “buenas personas”, sino tan solo poder supervisar sus comportamientos.

Lo legítimo, en cambio, sí se asocia a reflexiones ético-morales propias de la sustancia humana, es decir, a juicios acerca de si un acontecimiento es “correcto”, “justo” o incluso “deseable”, más allá de que sea legal o ilegal. Toda transformación social en la Historia siempre ha empezado por aquí. Recuérdese a Sócrates, Juana de Arco, Lenin, Martin Luther King o a Nelson Mandela. Otra vez, la prostitución es legal en algunos países de Europa, sin embargo, ¿ello la hace legítima? Y, asimismo, el aborto es ilegal en otras tantas regiones del mundo, sin embargo, ¿sería legítima su regulación estatal? Considero que es por aquí, por la vía filosófica de la legitimidad, por donde se debería reflexionar sobre las problemáticas sociales. Vía de reflexión que, al quedar relacionada con consideraciones morales acerca del “bien” y el “mal”, siempre implica un ejercicio de la mente más amplio y profundo que el mero llamamiento dogmático a la legalidad de un asunto.

Pero también, al pensar de este modo, hay que tener cuidado. Ya que las consideraciones y juicios en torno a lo que sucede en el mundo, y en particular cuando se hace referencia a fenómenos sociocolectivos, generalmente se ven deformados y parcializados por nuestros intereses personales, por nuestra propia visión de la cosa, por cómo se nos ha educado, por los odios o amores que se lleven encima, y por las solidaridades o sentimientos de ira sostenidos con respecto a los demás. Por lo tanto, y brevemente, las reflexiones acerca de las cuestiones sociales y comunitarias, he de creer, deberían tener en cuenta dos cosas: (1) pensar desde la legitimidad (más allá de la legalidad o ilegalidad), y (2) no permitir, aunque esto sea un ejercicio dificultoso, que los prejuicios personales se cuelen en el medio y ensucien las conclusiones. No se trata de reducirlos a cero, pues ello resulta imposible, pero sí al menos de intentar modular su influencia en nuestro pensar.
En este sentido de pensar la legitimidad de las cosas de modo moralmente desprejuiciado, considero que el análisis que el filósofo liberal John Locke hizo en el siglo XVII acerca de la tensión entre tierra comunal y propiedad privada, responde adecuadamente a esta exigencia. Locke afirma que la tierra comunal -hoy diríamos “fiscal”- sin explotar no tiene ningún sentido y que el Estado obligadamente tiene que cederla a los ciudadanos para su usufructo. Así, una vez cedida, pasaría a ser propiedad privada a condición -y esto es clave para Locke- de que sea trabajada. Es el trabajo sobre la tierra lo que legitima la propiedad de las personas sobre ella en el liberalismo inicial y, con esto, el sano desarrollo de la sociedad toda. Esto responde para Locke a dos imperativos que, en realidad, van de la mano: uno productivista y otro humanitario. Mientras el primero busca que la cesión de tierras comunales por parte del Estado a las personas incremente la producción regional de riquezas, el segundo contempla que ello tiene sentido únicamente en la medida que no sería justo que se acumulen tierras “fiscales” ociosas privando a la gente de los recursos necesarios para producir-sobrevivir. Y esto, para Locke, además, es un derecho natural.
De este modo, propiedad y vivienda dignas, productividad y desarrollo humano van para él de la mano y acompañan, incluso, el plan natural divino para todos los seres humanos. ¿Por qué motivo entonces a nosotros, individuos del siglo XXI “educados y avanzados”, nos repulsa tanto una idea que para una persona del siglo XVII resultaba tan clara y evidente? Quizá resulte menester pensar en qué instancia histórica se ha deformado tanto la reproducción institucional de pensamientos y emociones colectivas.
Sin embargo, no hace falta hilar tan fino en la teoría económica del primer liberalismo para pensar desprejuiciadamente – esto es, por fuera del pensamiento clasista – la legitimidad de lo que acaece con respecto a las tierras fiscales. Vayamos a la intención misma del contrato social que tanto nos han enseñado en la escuela y que consiste en aceptar que el Estado y el respeto de sus leyes tienen sentido únicamente en la medida que garanticen los derechos naturales primordiales de todas las personas.
Entonces, ¿resulta legítimo ocupar tierras cuando dicho Estado, desde el comienzo, no ha garantizado tales derechos primordiales como la vivienda, la salud y la educación? Si el Estado no ha cumplido con las garantías constitucionales mínimas que su propio aparato de Derecho establece y que han justificado la creación misma de la maquinaria estatal, ¿no sería posible pensar que las personas damnificadas por este descuido no se sientan ya ciudadanos incluidos por el Estado? Y si esto es así, por tanto, ¿resulta legítimo exigir a estas personas que se comporten de forma “cívica y legal”? Pongámoslo de otro modo: si el Estado no ha cumplido con sus obligaciones fundamentales expulsando a aquellos individuos del sistema de Derecho para obligarlos entonces prácticamente al instinto de supervivencia, ¿por qué tales individuos deberían “respetar” los términos y condiciones que la ley estatal establece en torno a las tierras comunales? Imaginemos que alguien que queremos mucho, y de quien esperamos lo mejor, nos engaña, decepciona y abandona a nuestra propia suerte. ¿Seríamos con ese alguien respetuosos, dialoguistas y “civilizados”? Podría pensarse entonces que cuando el “contrato social” entre partes se quebranta por una de ellas, lo legítimo pasa a relacionarse con la supervivencia y con las medidas que ésta última implique. El bien equivaldría a sobrevivir. Naturalismo puro. Y, acaso, ¿podría haber alguien que observando cómo una persona abandonada por su Estado padece el frío, el hambre y el abandono, no deseara que esa misma persona simplemente se asegure lo que necesite en pos de subsistir, por ejemplo una mínima porción de tierra? En este sentido, la solidaridad y la empatía colectivas también juegan un rol importante cuando se reflexiona sobre la legitimidad de los acontecimientos.
Pues, ¿por qué parecería indignar más la ocupación ilegal de tierras fiscales que el hecho de que en pleno siglo XXI sigan existiendo seres humanos condenados a vivir en la intemperie, con todas sus necesidades insatisfechas y derechos vulnerados? ¿Por qué el énfasis en la porción de tierra ocupada y no en la persona dañada? ¿Tan hondo ha calado el culto a la pura materia que se ha desdibujado el sentimiento humanitario? Y ni siquiera son terrenos privados los que han desatado el conflicto, sino comunes -”fiscales”-, es decir, como diría Locke, useless.
Quizá, debamos lamentar que el capitalismo global haya hecho tan eficiente trabajo al diseminar su modo cultural de pensamiento alimentado por el más ferviente individualismo posesivo, centro espiritual de un tipo de individuo únicamente estimulado por las cosas y su acumulación al punto de perder de vista la solidaridad colectiva. Un individuo que al observar la toma ilegal de tierras comunales, lejos de reflexionar desprejuiciadamente sobre la legitimidad del asunto y los derechos de que unos gozan mientras otros no, no ve más que el “arrebato injustificado” de lo que “potencialmente podría ser suyo”.
Así, C.B. MacPherson, en su libro titulado, precisamente, Individualismo posesivo, analiza este modelo ético-moral de persona tan afín al capitalismo moderno y contemporáneo, invitándonos a preguntar: ¿dónde ha quedado la empatía y el sentimiento compasivo por quien debe afrontar la vida con sufrimiento y pesar? ¿Por qué se le exige al que no ha tenido nada de entrada, lo que no puede dar? Max Horkheimer, allí en las primeras décadas del siglo XX, parece haber tenido razón cuando presagió que el avance de la sociedad industrializada iba a producir, como indeseable consecuencia, una legión de individuos competitivos, apáticos y separados entre sí incapaces de contemplarse como seres humanos mancomunados. Según Horkheimer, de quien McPherson recibió gran inspiración, esta nueva era capitalista iba a ser abundante en racionalidad económica, competitividad y enfrentamiento colectivo -bases necesarias para la expansión del capital- pero iba a escasear en términos de razonabilidad política, única fuerza intelectual y moral capaz de hacernos ver que del otro lado no hay un mero competidor, sino un otro, y sobretodo un otro que sufre.
Tanto énfasis en la legalidad o ilegalidad de la ocupación de un pedazo de tierra y tan poco miramiento sobre las necesidades humanas, parece reafirmar aquella vieja tesis filosófica de que efectivamente nos han enseñado a desentendernos del sufrimiento ajeno. Por esto, es que me encuentro obligado a pensar de este modo: ¿no será acaso el asunto de la toma ilegal pero tal vez legítima de tierras fiscales otro tema más en el que ponemos nuestros enojos en el lugar equivocado? Quizás, el asunto de la ocupación de algunos metros de tierra por parte de gente desahuciada, metros siempre infinitamente menores que las millones de hectáreas ocupadas legal pero ilegítimamente por los amigos del poder, debería empujarnos a que nos ofusquemos no tanto con los excluidos de todo derecho humano y cívico, sino con un Estado ausente que, desde el comienzo, no ha hecho más que incumplir sus promesas y garantías contractuales. El contrato social parece que no se ha respetado y las garantías para las personas no se han sostenido en el tiempo. Y habiendo sucedido esto, ya Hobbes, Locke y Rousseau (creadores de la idea moderna del pacto social) avisaron lo que implicaría: el retorno al estado de naturaleza.

* Nota originalmente publicada en ANB (anbariloche.com.ar)
Nahuel Michalski es licenciado y profesor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, y Doctorando en Ciencias Sociales y Humanidades por la Universidad Nacional de Río Negro. Se especializa en el área de la filosofía política y el análisis cultural a partir de temáticas atinentes a la metafísica del poder, la construcción de subjetividad colectiva y la relación entre discurso y realidad. Ha dedicado los últimos años a la tarea docente, la investigación de grado y la divulgación de la filosofía a través de múltiples plataformas digitales, espacios de encuentro y medios de prensa con el fin de hacer de dicha disciplina un campo público de participación y construcción de ideas.
Se puede encontrar más info sobre el trabajo de Michalski en sus redes como Instagram Facebook.

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Fuente: https://www.anred.org/2020/02/14/toma-de-terrenos-entre-legalidad-y-legitimidad/

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