domingo, 29 de septiembre de 2019

Reconozcamos los extractivismos son guerras contra los pueblos. En consecuencia es embaucamiento definir que China " no quiere un enfrentamiento, y su diplomacia se orienta a conseguir convenios y tratados políticos en todos los continentes que fortalezcan un concierto internacional pacífico alrededor de las principales potencias: China, Estados Unidos y Rusia, y, tras ellas, la Unión Europea, Japón, India y Brasil".

Patriotas del desorden
28 de septiembre de 2019
Por Higinio Polo
El Viejo Topo


El mundo que llega parece condenado a moverse en el inquietante laberinto que contiene, por un lado, el progreso hacia un orden internacional multipolar que supere los años de plomo de una pax americana llena de guerras y agresiones militares, y, por otro, la resistencia estadounidense a perder la hegemonía, obstinación que agita las banderas del desorden y puede encender una gran conflagración. Los problemas que amenazan el futuro de la humanidad son muchos, pero los más graves, y peligrosos, son la amenaza de quiebra ecológica, las armas nucleares y la carrera de armamentos, y la desigualdad en el mundo. En ninguno de esos problemas, Estados Unidos trabaja por alejar los riesgos: en el primero, ha renunciado a los Acuerdos de París y hace oídos sordos a la evidencia del desastre ecológico; en el segundo, está destruyendo la estructura en que se basan los actuales convenios de desarme nuclear; y, en el tercero, prosigue la alocada carrera de la explotación y las guerras.
La impunidad de las grandes empresas multinacionales y el expolio que padecen muchos países, junto a la oscuridad interesada, falta de solidez y solvencia de los bancos internacionales (que los Acuerdos de Basilea IV sobre supervisión bancaria, no resuelven) y la actuación de los mercados financieros especulativos, encuentran sus refugios en los paraísos fiscales y en los bancos que guardan, mueven y blanquean el dinero del crimen, de las mafias, de los traficantes de armas, de los beneficiarios de la trata de personas y de las empresas sucias. Esos jinetes del apocalipsis recorren el planeta de la mano de los bombardeos y de las guerras impuestas que tratan de asegurar el control de territorios y mercados y la continuidad del dominio occidental (sobre todo, norteamericano) sobre el mundo, que, sin embargo, amenaza con quebrarse. Estados Unidos, sentado sobre una montaña de deudas, asiste a su retroceso industrial y manufacturero mientras promueve el proteccionismo e intenta captar nuevos capitales por la vía del aumento de la tasa de interés de la Reserva Federal, y, al otro lado del Atlántico, observa los persistentes problemas de la Unión Europea, con las imprevisibles consecuencias del Brexit, el futuro del euro, y el nuevo panorama del fortalecimiento de la extrema derecha y de movimientos fascistas, sin que ninguno acierte a diseñar una salida para el endeudamiento global.
La cuestión de la deuda es central, y no afecta solo a países pobres: si se hace referencia exclusivamente a la deuda externa que acumulan los gobiernos, Estados Unidos debe 20 billones de dólares, el 32 % de la deuda externa global en el mundo y más del 100% de su PIB; Japón, el 18’7, y el 230% de su PIB: entre esos dos países, superan la mitad de toda la deuda mundial. Según su propia Reserva Federal, el débito total de Estados Unidos (que incluye hogares, empresas, gobiernos estatales y locales, instituciones financieras y el gobierno federal) asciende a 72 billones de dólares. Según del Departamento del Tesoro norteamericano, solo la deuda del gobierno aumenta a un ritmo de 1.600 millones de dólares diarios. Es una situación insostenible a medio plazo.
Por su parte, China mantiene una deuda externa de 5 billones, el 7’9 % del total; y Rusia, 0’18 billones, el 0’3 %. En todo el mundo, asciende, según el Fondo Monetario Internacional, a 63 billones de dólares. Debe recordarse que el PIB mundial es de 80 billones de dólares: el planeta está sentado encima de una bomba. Si en lugar de la deuda externa, se atiende a la deuda global (pública y privada) en el mundo, es hoy de 182 billones de dólares (157 billones de euros) según el FMI: nunca en la historia había sido tan elevada, y, como avisó Christine Lagarde en octubre de 2018, es un 60% añadido a la registrada en 2007, aunque el Instituto Internacional de Finanzas, IIF, la eleva a 247 billones de dólares.
El creciente proteccionismo en muchas áreas de comercio mundial, la crisis y las dificultades de la Organización Mundial del Comercio, OMC, donde la Unión Europea ha criticado el recurso norteamericano a utilizar los aranceles e impulsar guerras comerciales, además de la creciente reticencia de Washington hacia la OMC, suponen un serio riesgo para la estabilidad internacional. Trump decidió en enero de 2017 la retirada de Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, con doce países de la cuenca del Pacífico, entre ellos Japón, Australia, Canadá, México y Perú) que quedó así reducido al TPP-11, aunque su propio gobierno duda ahora sobre la conveniencia de regresar al acuerdo. La lógica de ese convenio, y de otros semejantes como el TTIP que negocian Washington y Bruselas, es arrebatar capacidad de decisión a los países entregando nuevos recursos legales y jurídicos a las grandes empresas multinacionales que incluso podrían demandar a los Estados si vieran afectados sus negocios, exigiendo compensaciones e intereses. Unos meses después, en junio de 2017, Washington anunció su retirada de los Acuerdos de París para la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero. Al mismo tiempo, forzó la renegociación del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte, entre Estados Unidos, Canadá y México), reconvertido en el T-MEC, suscrito en septiembre de 2018, donde Washington arrancó algunas concesiones de Canadá y México. Los núcleos norteamericanos más proteccionistas achacaban al TLCAN y a México la pérdida de centenares de miles de puestos de trabajo en Estados Unidos, y la insistencia de Trump en la construcción del muro en la frontera mexicana, cuyas dificultades en el Congreso han llevado al cierre parcial de organismos de gobierno norteamericanos, está ligada a la obsesión contra los inmigrantes y, también, al deseo de dificultar la expansión del sistema de maquilas en México que ha hecho que muchas empresas norteamericanas llevasen allí la producción aprovechando los bajos salarios mexicanos (que pueden ser la décima parte de su equivalente en Estados Unidos), con la consiguiente pérdida de empleos industriales y manufactureros en Estados Unidos.
Trump, aunque está enfrentado a buena parte de los círculos de poder norteamericanos ligados a una visión global y a negocios internacionales, tiene sólidas relaciones con otros: tanto en el partido republicano, como entre los empresarios que temen la competencia china y la decadencia económica del país. Trump representa a la burguesía norteamericana temerosa de la globalización y del retroceso industrial que se enfrenta a quienes desde Estados Unidos impulsan un programa basado en las redes financieras globales y en las grandes compañías con intereses en todo el mundo. Trump simboliza, además, la victoria de la “derecha alternativa” (la alt-right norteamericana) sobre los postulados tradicionales del Partido republicano y del Tea Party; es una extrema derecha nacionalista, partidaria del proteccionismo, anticomunista, racista, contraria al feminismo, y con muchos puntos en común con el fascismo histórico. La idea de Trump de “recuperar” la fuerza de Estados Unidos muestra, por un lado, la evidencia de su retroceso estratégico en el mundo, y, por otro, la relevancia que otorga a recuperar la capacidad industrial, forzando a que empresas multinacionales norteamericanas abandonen sus plantas en el exterior para abrirlas en Estados Unidos, llevando a la práctica el programa de recuperar tejido industrial en el país que tantos apoyos le granjeó en el Manufacturing Belt.
La exigencia a Pekín para reducir el déficit comercial (en 2018, el superávit de China con Estados Unidos fue de 323.000 millones de dólares) por la vía de sanciones y de aranceles choca con el temor a la inestabilidad y al estallido de una nueva crisis, que en Estados Unidos puede afectar al sector agrícola, a la venta de automóviles y de productos industriales, y a empresas como Apple, que intentan limitar los daños, aunque el demagógico lema “America first” (que recuerda al America First Committee de preguerra, de Robert E. Wood) lanzado por Trump fuerza a una dinámica de enfrentamiento con China. Al déficit comercial con China, se añade el que Estados Unidos mantiene con Japón, Alemania y México, que, sumados, representa casi la mitad del déficit norteamericano con China. Trump ha atacado también a organismos internacionales como la ONU y la UNESCO, e incluso a sus propios aliados europeos por el reparto del presupuesto de la OTAN (la cita de Varsovia, con Obama, ya acordó destinar el 2% del PIB de todos los países aliados a gastos militares). En la cumbre de Bruselas de julio de 2018, Trump criticó con severidad a Alemania, exigió que sus aliados dediquen a los ministerios de Defensa el 4% del PIB, e incluso llegó a amenazar con abandonar la OTAN. La Unión Europea también ha recibido los ataques de Trump, que tuvo que retirar su amenaza de imponer aranceles a la exportación de automóviles, y cuya agresividad hacia Berlín explica la apuesta por un ejército europeo… que también aparece en las elaboraciones estratégicas del gobierno alemán que Markel y Macron avalaron formalmente: un apéndice de la OTAN y un ejército que otorgaría dimensión internacional a Alemania.
Con la Unión Europea inmersa en una crisis política por la acción combinada de la incapacidad de los gobiernos neoliberales (Alemania, Francia) para ofrecer planes estratégicos que den satisfacción a las necesidades de la población, de los gabinetes de extrema derecha (Polonia, Hungría, Italia, Austria), con el laberinto del Brexit, la preocupación impostada por la emigración que llega a Europa, y la emergencia de movimientos fascistas en muchos países, junto a la dispersión de la izquierda, las posibilidades de que Europa desempeñe un mayor protagonismo internacional se reducen. La supuesta crisis migratoria en Europa es una completa falsedad: en 2015, el momento de mayor afluencia de inmigrantes a la Unión Europea (a consecuencia, sobre todo, de las guerras en Oriente Medio), llegaron 1.800.000 personas, que se redujeron a quinientas mil en 2016, a doscientas mil en 2017, y a ciento cincuenta mil en 2018: apenas una gota en el mar de 520 millones de habitantes de la Unión. También la Organización Internacional para las Migraciones (IOM-OIM) de la ONU ha negado con rotundidad la existencia de una crisis migratoria en Europa, aunque el alarmismo creado por la prensa sensacionalista y por los partidos conservadores y de extrema derecha ha creado la convicción en los ciudadanos, como denunció el portavoz de la OIM, Leonard Doyle, de que la situación “está fuera de control”.
Trump es un personaje peligroso, y las élites financieras y el Estado profundo que gobierna Estados Unidos lo saben. Mantuvo como responsable de su estrategia en los primeros meses de su mandato presidencial a Steve Bannon, un hombre que mantiene excelentes relaciones con la extrema derecha europea, que no ha dudado en criticar a Wall Street, y es contrario a una globalización que percibe como expresión del retroceso estratégico norteamericano, rasgos que le acercan a las precarias ideas de Trump sobre el mundo actual y el fortalecimiento chino. Bannon incluso ha especulado con la idea de una “guerra inevitable” contra China. Trump eligió también a un hombre de ExxonMobil, Rex Tillerson, para el Departamento de Estado, con quien no tardó en enfrentarse, sustituido después por el jefe de la CIA, Mike Pompeo, implicado en la guerra sucia y en las operaciones encubiertas de asesinatos en distintas partes del mundo. Designó a James Mattis (perro loco, un fiero veterano de Iraq) para el Pentágono, aunque el desconocimiento de Trump de las relaciones internacionales le llevó a chocar con él (a causa de la anunciada retirada en Siria y la reducción de tropas en Afganistán, aunque también por otras diferencias) y a sustituirlo de forma provisional por Patrick M. Shanahan, un hombre de los grupos de presión de la industria armamentística, que trabajó para Lockheed Martin. En la importante cartera de Comercio, Trump designó a Robert Wilbur Ross, un tiburón financiero dedicado a compras de empresas en dificultades para negociar con sus activos, y que intervino en los casinos propiedad de Trump; acompañado en otros órganos de la administración por Robert Lighthizer y Peter Navarro, quienes, como Ross, son activos partidarios del enfrentamiento con China.
Hillary Clinton, como Obama, representaba mejor los intereses de Wall Street y del capital financiero. Trump encarna un nacionalismo discordante, inclinado a la mentira, anclado en la vieja América que teme por su futuro; capaz de intoxicar, en disputa con sus propios servicios secretos y con organismos del gobierno que impulsan por su cuenta iniciativas distintas a las del presidente, cuyo errático proceder crea problemas a su propio gabinete. Por eso, anuncios como el de la retirada de Siria, las exigencias económicas presentadas a Japón o a Corea del Sur, con la sugerencia de que se dotasen de armamento atómico para reducir los gastos del despliegue norteamericano en la península coreana (Trump incluso llegó a postular la retirada de los casi treinta mil soldados norteamericanos acantonados en Corea del sur por su coste económico, cuestión rápidamente descartada por el Departamento de Defensa) o la retirada de la ayuda a grupos terroristas en Oriente Medio, son paralizadas o revertidas por el Pentágono, el Departamento de Estado y la CIA. Tanto el Pentágono como el Departamento de Defensa norteamericanos trabajan para romper la alianza tácita en Oriente Medio entre Rusia, China e Irán, e intentan sofocar los daños causados por el apoyo norteamericano a los kurdos sirios e iraquíes en su relación con Turquía: la cuestión kurda es de importancia vital para Ankara.
La inclinación del gobierno de Trump al proteccionismo en economía, y a una política internacional que impugna decisiones de gabinetes anteriores y considera excesiva la carga que para Estados Unidos suponen muchas bases militares en el exterior, y la participación en guerras en Oriente Medio, coexiste con la inercia del Estado profundonorteamericano que sigue a grandes rasgos la elaboración estratégica de las presidencias de Bush y Obama, pese a diferencias forzadas por la evolución de los conflictos y por decisiones ejecutivas de Trump, como la salida del TPP o de los Acuerdos de París. Así, Estados Unidos, mientras mantiene los pactos con sus aliados en el Pacífico y el Índico, sobre todo con Japón, Corea del Sur, Thailandia y Australia, persigue la “contención de China” y, para ese plan, especula con utilizar a Rusia, aunque no ha conseguido una relación con Moscú que le aproxime a ese objetivo: el propio Lavrov declaraba en diciembre de 2018 que Washington no va a conseguir instrumentalizar a su país para “utilizarlo contra China”, y criticaba la presión diplomática, política, económica y militar que destinaba Estados Unidos contra su país, añadida a las crecientes tensiones en Europa oriental, en el Mar Negro y en los Balcanes: Kosovo se ha convertido en una gran base de operaciones (Camp Bondsteel) y el Pentágono apoya la creación de un ejército kosovar, mientras Rusia defiende a la aislada Serbia. Al mismo tiempo, Estados Unidos trata de incorporar a la India al bloque antichino, e incluso busca adherir también a Vietnam (utilizando las diferencias entre Pekín y Hanoi en el Mar de la China del sur) pese a la manifiesta dificultad que presenta que el país esté dirigido por un partido comunista.
Si, con Obama, Estados Unidos mantuvo una agresiva política hacia Rusia (en Ucrania, el Cáucaso, en el Este europeo, Asia central, en Siria, en el despliegue de los escudos antimisiles y en el sabotaje a la Unión Euroasiática impulsada por Moscú) pese al gesto propagandístico del supuesto “reinicio” de relaciones ofrecido por Hillary Clinton, y, sobre el papel, un mayor acercamiento a China (aunque desmentido por el plan de “giro a Asia” anunciado por la secretaria Clinton, que supuso enviar la mayor parte de su fuerza militar a áreas del Índico y del Pacífico cercanas a China), con el nuevo gobierno norteamericano parecieron cambiar los objetivos: Trump hablaba de mantener buenas relaciones con Rusia y amenazaba abiertamente a China, en una reedición invertida de las propuestas estratégicas de Henry Kissinger en los años de Nixon. Sin embargo, como indicó el propio Lavrov, las relaciones entre Moscú y Washington están en el peor momento desde el final de la guerra fría.
Trump se ha enfrentado con China desde el inicio de su mandato, y durante su encuentro de Florida con Xi Jinping, en abril de 2017, el Pentágono, sin ni siquiera comunicar su acción al Consejo de Seguridad de la ONU, bombardeó Siria en represalia de un supuesto bombardeo químico lanzado por Damasco, ataque que se reveló posteriormente como una intoxicación. En realidad, Trump buscaba subrayar el poder norteamericano ante su homólogo chino, consciente de la pugna por la hegemonía económica: China está alejándose de la subcontratación con que inició su crecimiento, y ya puede innovar y cuenta con tecnología propia en muchas áreas. En todas esas iniciativas estadounidenses, China está en la diana. Tras la imposición norteamericana de aranceles, respondida puntualmente por China, la tregua de tres meses acordada por Trump y Xi Jinping en Buenos Aires, vence el 3 de marzo de 2019. Si no hay acuerdo, los aranceles que se impondrán serán del 25 por ciento. Al mismo tiempo, la pugna por el desarrollo y el predominio cibernético llevó a Estados Unidos a aprobar su ambiciosa National Cyber Strategy en septiembre de 2018, apuntando, de nuevo, contra China y Rusia.
Trump acusa a China de manipular su moneda, de favorecer sus exportaciones con maniobras comerciales ilegales, de robar propiedad intelectual norteamericana, y, por añadidura, de ser responsable de la destrucción de millones de puestos de trabajo en Estados Unidos, acusación que es utilizada también contra México. En las hipótesis estratégicas que elabora el Departamento de Estado ni siquiera se renuncia a la fragmentación de China, como hicieron con la URSS. Sin embargo, la capacidad norteamericana para presionar a China es cada vez más limitada: Xi Jinping lo recordó en su discurso en el Gran Palacio del Pueblo de Pekín, en diciembre de 2018, con ocasión del aniversario de la introducción de las reformas que han convertido al país en una superpotencia: nadie está en condiciones de dictar a China lo que debe hacer, e insistió en su renuncia a fortalecer su economía “a costa de otros países”, mientras reafirmaba la defensa del socialismo chino.
La presión militar estadounidense, obvia en el Mar de China meridional, en las idas y venidas de Washington en relación a Corea del Norte (donde Trump exigió que Pekín aplicase sanciones económicas a Pyongyang en vez de asegurar negociaciones entre las partes, como pretenden el gobierno chino y el ruso, opción que se abre paso con dificultad con la propuesta de la “doble suspensión”) en las acusaciones de espionaje cibernético, y en los intentos de atraer a su campo a países como la India, han obtenido una respuesta de Pekín: el reforzamiento constante de su fuerza militar, la expansión de su marina, el perfeccionamiento de su fuerza nuclear, y el impulso de su carrera espacial. El gobierno chino es consciente de que Estados Unidos va a utilizar factores de presión: el apoyo a los movimientos nacionalistas en el Tíbet y Xinjiang (donde se ha reactivado la campaña mundial de presión con acusaciones, a todas luces falsas, de que millones de uigures son encerrados en campos de trabajo), en el estímulo a la independencia de Taiwán (que Pekín considera una línea roja que no está dispuesta a que nadie franquee), en la intervención en las disputas territoriales y marítimas de China con países de la ASEAN, y en el nuevo papel que puede desempeñar Japón con la reforma constitucional que pretende aprobar el primer ministro Shinzo Abe, acompañada del nuevo nacionalismo japonés y del reforzamiento del ejército y de la opción, hasta ahora vedada, de que sus tropas puedan actuar en el exterior, asunto al que Pekín otorga gran relevancia.
La guerra comercial lanzada por Estados Unidos contra China va acompañada de acusaciones de espionaje y presiones de Washington para que sus aliados no utilicen productos de la compañía Huawei: ya ha arrastrado a Australia, Nueva Zelanda y la República Checa, y espera hacerlo con otros países europeos y Canadá, mientras el Departamento de Justicia acusa a la compañía (así como a la también china ZTE) de robar tecnología a empresas norteamericanas. Además, las presiones estadounidenses llevaron a la detención en Canadá de la vicepresidenta de Huawei, en una lucha por la hegemonía en 5G, la quinta generación de tecnología en telefonía móvil, donde China lleva ventaja sobre Estados Unidos. Esas acusaciones norteamericanas no dejan de ser sorprendentes, dado que Washington ha puesto en funcionamiento la mayor red de espías, escuchas y seguimiento del planeta, dirigida por la NSA, que ha llegado a contaminar miles de redes informáticas y monitoriza centenares de millones de correos electrónicos y teléfonos en todo el mundo, controla las transacciones financieras y ha llegado a acuerdos con empresas como Google, Microsoft y otras compañías tecnológicas para tener acceso a los datos de sus usuarios, y mantiene en Bluffdale, Utah, el mayor centro de vigilancia del planeta desde donde centraliza la información de sus satélites, sus servicios secretos en todos los continentes y el rastreo de todas las comunicaciones cibernéticas. Esa evidencia, conocida por todos los países, no le impide a Estados Unidos seguir acusando a China de espionaje con un cinismo que llevó a que el propio Consejero de Seguridad Nacional, John Bolton, admitiese al Washington Post que Estados Unidos lanzaba “operaciones cibernéticas ofensivas” para la disuasión de sus enemigos.
A mediados de enero de 2019, en la Conferencia Mundial de Jefes de Misión (diplomáticos norteamericanos destinados en todo el mundo) celebrada en el Departamento de Estado, en Washington, el vicepresidente norteamericano, Mike Pence, además de ofrecer su apoyo para derrocar al presidente venezolano Maduro, lanzó una dura diatriba contra China, acusándola de prácticas comerciales ilegales, de violar los acuerdos internacionales, de actuar de manera irresponsable en el Mar de la China del sur (¡pese a que Estados Unidos ha llegado a sobrevolar ese mar, en 2018, con sus bombarderos nucleares!), de manipular la deuda, e incluso de no respetar la libertad religiosa. La dura intervención, en ese foro, del vicepresidente Pence, era la indicación de lahoja de ruta que deben seguir todos los diplomáticos norteamericanos repartidos por el mundo: China está en la diana. El gobierno chino reaccionó de inmediato, exigiendo a Washington que dejase de calumniar a su país, que no utilizase una doble moral en las relaciones internacionales, que no interviniese en sus asuntos internos y que renunciase a dañar los intereses chinos.
La relación de Estados Unidos con Rusia no ha mejorado. Obama impulsó el golpe de Estado del Maidán en Ucrania en 2014, apostando por la presión a Moscú, que dio lugar a la formación de un gobierno con ministros fascistas y, después, a la guerra civil en el Donbás, a la represión de la izquierda, con episodios siniestros como la matanza de Odessa, a la integración de Crimea en Rusia, y a nuevos despliegues de la OTAN en el Mar Negro. Al mismo tiempo, se impulsó desde Washington la gigantesca campaña de acusaciones a Moscú sobre su supuesta intervención en las elecciones de 2016 que dieron la victoria a Trump, que hicieron posible el establecimiento de nuevas sanciones económicas norteamericanas y de la Unión Europea… aunque el Washington Post concluía en enero de 2019 que no se había producido ninguna injerencia rusa. Sin embargo, la supuesta cercanía de Trump no se ha concretado en una mejoría de las relaciones con Moscú: al contrario, se hallan, según Lavrov, en su peor momento desde laguerra fría, y la tensión ha sido paralela a un aumento de la presencia de tropas norteamericanas cerca de las fronteras rusas europeas, a la imposición de nueva sanciones económicas, y al impulso de crisis como la del Mar de Azov, potencialmente muy peligrosa, que fue organizada por Poroshenko con la evidente complicidad norteamericana, y que ha dado una excusa perfecta al Pentágono para aumentar su penetración militar en Ucrania y en el Mar Negro.
Moscú ha sido muy crítico con la expansión y la incorporación de nuevos países a la OTAN, y con la decisión de Trump, anunciada en octubre de 2018, de retirar a Estados Unidos del tratado INF sobre misiles de corto y medio alcance, consciente de que, junto a la salida de Estados Unidos del tratado ABM en 2002, destruye los equilibrios nucleares estratégicos. El pretexto utilizado por Washington para acabar con el INF ha sido el supuesto incumplimiento del tratado por parte de Moscú, acusación rechazada por el viceministro ruso de Asuntos Exteriores, Serguéi Riabkov, quien alegó que, tras cinco años de conversaciones con Washington, el gobierno norteamericano ha sido incapaz de presentar una prueba concreta del quebrantamiento ruso. Esas decisiones norteamericanas llevaron a Moscú a reforzar la disuasión estratégica con el misil hipersónica Kinzhal y el sistemaAvangard, capaz de lanzar misiles a velocidad hipersónica que pueden cambiar de dirección mientras están en ruta hacia su objetivo.
Sin embargo, pese a esa evidencia denunciada por Riabkov, el secretario de Estado norteamericano, Pompeo, lanzaba un ultimátum a Moscú, en diciembre de 2018, otorgando un plazo de dos meses para que “Rusia cumpla el tratado INF”, advirtiendo que, en caso contrario, Estados Unidos lo abandonaría, y, paralelamente, Trump ordenaba al Pentágono la creación de una “fuerza militar espacial”, como una sexta división de las fuerzas armadas norteamericanas, junto al US Army, la USAF, la US Navy, el Cuerpo de Marines y la Guardia Costera. Unas semanas después, Trump anunciaba desde el Pentágono la nueva Revisión de Defensa de misiles (tras la que se realizó en 2010), donde se califica de “amenazas nucleares” a China, Rusia, Irán y Corea del Norte, y se apuesta por el despliegue de la defensa antimisiles en el espacio, aunque esa opción puede tener problemas en el Congreso. Finalmente, el Departamento de Estado confirmó que Estados Unidos abandonaría el tratado INF el 2 de febrero de 2019. Trump anunció también la creación de nuevas instalaciones militares en Alaska, destinadas a la defensa de misiles.
También preocupa a Moscú el reforzamiento de la presencia y del dispositivo militar norteamericano en los Balcanes. Fue en esa región donde, en 1999, Estados Unidos inició sus operaciones de castigo y destrucción de gobiernos molestos, que después culminaría en las sangrientas guerras de Oriente Medio: la campaña de bombardeos contra Yugoslavia, sin acuerdo del Consejo de Seguridad, rompió lo que quedaba del país de Tito y fragmentó todavía más la región, abriendo el camino a la guerra kosovar, donde también intervino el Pentágono, y que originó la secesión de Kosovo, donde se estableció un régimen criminal dominado por delincuentes y traficantes de órganos humanos como Hashim Thaçi (actual presidente kosovar y fundador de la organización terrorista UÇK, armada y financiada por Washington) y, después, la construcción de Camp Bondsteel, la mayor base militar norteamericana del mundo fuera de sus fronteras.
La inclinación al proteccionismo mostrada por Trump, contrasta con la posición de China, interesada en impulsar mecanismos de colaboración económica en el mundo, sin exigir contrapartidas políticas, basadas en la construcción de infraestructuras de todo tipo en los cinco continentes, de la mano del gran proyecto de la nueva ruta de la seda, que abrirá el camino al impulso posterior del comercio, una iniciativa que escapa de los planes neoliberales de Occidente y opta por un mundo multipolar articulado alrededor de proyectos que aseguren el beneficio mutuo y consoliden la paz y la cooperación internacional. Así, Xi Jinping anunciaba, en septiembre de 2018, en el Foro de Cooperación China-África (FOCAC) celebrado en Pekín, la condonación de la deuda de algunos países africanos en difícil situación, el aumento de las importaciones africanas, y la concesión de 60.000 millones de dólares en financiación y ayuda a África, “sin condiciones políticas”, que se añaden a los 55.000 millones en apoyo financiero al continente que China anunció en la cumbre de Johannesburgo de 2015. Las iniciativas chinas llevaron a la Unión Europea a anunciar en diciembre de 2018 un plan de inversión privado que intenta conseguir 44.000 millones de euros hasta 2020, aunque la financiación pública apenas alcanzará el diez por ciento de esa cifra.
Junto a ello, la creación por Pekín del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura (AIIB, Asian Infrastructure Investment Bank) fue otra iniciativa que ya agrupa a casi sesenta países y desempeña un importante papel en la financiación de proyectos e infraestructuras, pese a la oposición de Estados Unidos y Japón a su desarrollo. El proyecto chino ha conseguido notables progresos, aunque la hostilidad norteamericana, y los cambios políticos en regiones relevantes del mundo, crean problemas importantes: dos países, ambos del BRICS, la India y Brasil, pueden cambiar algunos equilibrios planetarios.
India, gobernada por un partido nacionalista de fuertes raíces religiosas, el Baratiya Janata, impulsa un programa neoliberal en la economía, mientras intenta mantener difíciles equilibrios en política internacional entre la tradicional desconfianza y el deseo de colaboración económica con China, entre el mantenimiento de los lazos con Rusia, que se originaron en los años de Nehru y cuya sólida relación militar conserva, y el acercamiento a Estados Unidos. En 2018, el gobierno de Delhi reanudó la cooperación militar con Pekín con la realización de ejercicios conjuntos. Pese a su creciente peso en la economía mundial, la India sigue manteniendo un bajo perfil en las cuestiones internacionales, atrapada en la interminable disputa con Pakistán, sobre la que pende la amenaza nuclear; y buena parte del país sigue inmersa en una pobreza a la que el programa económico de Narendra Modi no ofrece solución ni futuro. Además, la India cuenta con un vigoroso movimiento obrero y agrario, capaz de movilizar decenas de millones de personas, como en la reciente huelga general de enero de 2019, donde doscientos millones de trabajadores y campesinos protagonizaron una histórica protesta.
Tras la llegada de Macri al gobierno argentino, la victoria de la extrema derecha de Bolsonaro en Brasil es un contratiempo para Pekín: el nuevo presidente brasileño apoya la guerra comercial contra China, y no solo se ha mostrado dispuesto a acompañar a Estados Unidos en su acoso a Cuba, Venezuela, Bolivia y Nicaragua, sino que aceptaría albergar bases militares norteamericanas en Brasil, un gesto similar al ofrecido por el presidente polaco Duda, que se declaró partidario de crear una gran base militar norteamericana en Polonia que llevaría el nombre deCamp Trump. Los sectores económicos que apoyaron la campaña de Bolsonaro son las compañías mineras, que buscan arrebatar tierras comunales para nuevas excavaciones, las grandes empresas agrícolas y madereras que pugnan por explotar tierras vírgenes de la Amazonia, dejando a los indígenas sin protección legal, las redes corruptas de iglesias evangélicas, utilizadas por los narcotraficantes para el lavado de dinero, y la industria de guerra, que pretende que el gobierno acepte la venta libre de armas en el país. Todos esperan modificaciones del gobierno de Bolsonaro en las leyes brasileñas para iniciar nuevos proyectos.
Desde 2009, China es el principal socio comercial de Brasil, por lo que la reactivación económica brasileña, abriendo al mismo tiempo conflictos con Pekín, será muy difícil para el gobierno Bolsonaro. Es probable que el pragmatismo y las presiones de los grupos que exportan a China, configuren un nuevo escenario donde Brasil mantenga en su política exterior una dependencia de Washington, y, al mismo tiempo, sostenga su relación económica con Pekín, aunque los proyectos de cooperación surgidos en el grupo BRICS se van a resentir: el nuevo ministro brasileño de Asuntos Exteriores, Ernesto Araújo, cree que el “cambio climático” es una “conspiración marxista” para ayudar a China, y el economista elegido por Bolsonaro como ministro para aplicar su plan económico es Paulo Guedes, formado en la “escuela de Chicago” y profesor en la universidad de Chile cuando estaba bajo control de los militares de Pinochet. A su vez, Rusia, a través de Lavrov, declaró que no espera que Bolsonaro desempeñe “un papel destructivo” en el grupo BRICS. Si Brasil y Argentina han girado hacia Washington, la elección de López Obrador ha hecho que México se convierta en un nuevo protagonista en América Latina, cuya acción de gobierno puede crear problemas políticos a Trump. Ya bajo Peña Nieto, el gobierno mexicano participó en 2017, a invitación de China, en reuniones paralelas a la cumbre del BRICS, y Pekín impulsa la reunión anual entre los dos países para aumentar los intercambios, que, con López Obrador, pueden fortalecerse. Junto a ello, Estados Unidos sigue con su feroz acoso a Venezuela, del que el intento de golpe de Estado de enero de 2019 es una muestra más, acompañado por Canadá, Brasil y Argentina, entre otros, e incluso por una parte de la confusa izquierda moderada europea: los verdes alemanes, que apoyaron la intervención militar de la OTAN en los Balcanes, supuestamente por “motivos humanitarios”, han calificado ahora (en el momento del golpe de Juan Guaidó) al gobierno de Maduro de “dictadura” y de haber establecido un “socialismo de ladrones”.
La capacidad económica china ha cambiado mucho en los últimos años: de país exportador de productos baratos ha pasado a ser fabricante de alta tecnología, capaz de competir con las principales economías capitalistas en muchos campos. El gobierno chino pretende establecer con Estados Unidos una relación basada en el respeto mutuo y en la aplicación del concepto de “una sola China”, donde se aborden diplomáticamente las disputas para evitar conflictos, y, al mismo tiempo, se establezca una colaboración que sea ventajosa para ambos, en línea con lo que Pekín plantea en sus relaciones con otros países del mundo. Pero el fortalecimiento chino, que Estados Unidos difícilmente puede impedir, crea una peligrosa paradoja: aunque Pekín insiste en su renuncia a conseguir la hegemonía en el mundo y defiende el multilateralismo, la paz y la estabilidad, su pujanza puede conducir a la guerra, porque Washington no se resigna a perder su condición de potencia dominante, y la alocada carrera de armamentos no se detiene: según la consultora británica IHS Markit, el gasto mundial en armas no ha parado de aumentar en los últimos cinco años, llegando en 2018 a 1,78 billones de dólares, con Estados Unidos dedicando a ello un presupuesto de 702.500 millones, y con la OTAN sufragando más de la mitad del total mundial. Estados Unidos triplica el gasto de China, multiplica por diez la inversión rusa en defensa, y su aliado Arabia supera el gasto en armas de Rusia. Pekín sigue apostando por una política de convivencia, pretende llegar a acuerdos con Washington que aseguren el equilibrio y la paz mundial (aunque no olvida las guerras que Estados Unidos ha impuesto en las dos últimas décadas) porque precisa de un entorno seguro para proseguir su fortalecimiento: no quiere un enfrentamiento, y su diplomacia se orienta a conseguir convenios y tratados políticos en todos los continentes que fortalezcan un concierto internacional pacífico alrededor de las principales potencias: China, Estados Unidos y Rusia, y, tras ellas, la Unión Europea, Japón, India y Brasil. Sin embargo, los resortes imperiales que mueven a Washington, no auguran nada bueno: así se ha comprobado en el inicio de 2019 en Venezuela. Como si no hubiera aprendido nada de las criminales contiendas que inició en Oriente Medio, Estados Unidos sigue agitando las banderas de la imposición y la guerra, encerrado en su ambición imperial, castigando al mundo con la furia de los patriotas del desorden.
National Cyber Strategy de Estados Unidos:
El Viejo Topo, septiembre de 2019.
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=260926


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