martes, 14 de agosto de 2018

III. Hablemos de crisis del capitalismo y no del neoliberalismo. También hablemos del poder económico e imperialista y no de la ofensiva de derechas.

Salarios de supervivencia 
para los trabajadores
14 de agosto de 2018
Por Robert Reich
The Guardian / Viento Sur


EE UU no tiene una crisis de empleo. Tiene una crisis de empleo digno, en que demasiados puestos de trabajo son precarios y están mal pagados. La tasa de desempleo oficial en EE UU ha caído al 3,8 %, que es un nivel notablemente bajo. La Reserva Federal [equivalente al Banco Central, n.d.t.] prevé que la tasa de desempleo descienda al 3,5 % a finales de año. Sin embargo, la tasa oficial oculta realidades más preocupantes: legiones de graduados universitarios sobrecualificados para el puesto de trabajo que ocupan, un número creciente de trabajadores subcontratados sin ningún tipo de seguridad en el empleo y un ejército de trabajadores a tiempo parcial que buscan desesperadamente un empleo a jornada completa. Casi el 80 % de los y las estadounidenses dicen que viven a salto de mata, o sea, de paga en paga, sin saber a cuánto ascenderá la siguiente.
Todo esto viene acompañado de un estancamiento de los salarios y de la supresión de las prestaciones sociales. El típico trabajador estadounidense gana hoy unos 44.500 dólares al año, no mucho más de lo que ganaba el típico trabajador hace 40 años, teniendo en cuenta la inflación. Pese a que la economía de EE UU sigue creciendo, la mayor parte de las ganancias han ido a parar a manos de unos, relativamente pocos, altos ejecutivos de grandes empresas, bancos, inversores y propietarios de empresas tecnológicas.
Cuando los políticos del Partido Republicano aprobaron la reducción fiscal de 1,5 billones de dólares el pasado mes de diciembre, predijeron un gran incremento de los salarios para los trabajadores de EE UU. Olvídenlo: de hecho, los salarios han disminuido en el segundo trimestre de este año. Ni siquiera la actual tasa de paro, que es muy baja, está presionando a las empresas a aumentar los salarios. Esto contrasta con la época de finales de la década de 1990, la última vez en que la tasa de paro cayó a un nivel cercano al actual, cuando la parte de la renta nacional que se destinaba a los salarios era tres puntos porcentuales más elevada que hoy en día.
¿Qué sucede? Por decirlo en pocas palabras, la gran mayoría de trabajadores y trabajadoras estadounidenses han perdido prácticamente toda su fuerza negociadora. La erosión de la fuerza negociadora es uno de los fenómenos económicos más importantes de las cuatro décadas pasadas, pero tiene que ver menos con la oferta y la demanda que con las instituciones y la política. Desde comienzos de la década de 1980, y con creciente agresividad desde entonces, las empresas del sector privado vienen combatiendo a los sindicatos.
Dos fuerzas fundamentales han cambiado la estructura de la economía estadounidense, alterando directamente el equilibrio de poder entre empresas y trabajadores. La primera es la creciente dificultad para los trabajadores de organizarse en sindicatos. La segunda es la creciente facilidad con que las grandes empresas pueden unirse para formar oligopolios o monopolios. A mediados de la década de 1950, más de un tercio de toda la mano de obra del sector privado en EE UU estaba sindicada. En las décadas subsiguientes también se organizaron los empleados del sector público. La ley obligaba a las empresas no solo a permitir los sindicatos, sino también a negociar con ellos de buena fe. Esto otorgó a la clase trabajadora fuerza suficiente para exigir mejoras en materia de salarios, jornada, prestaciones sociales y condiciones de trabajo (los convenios de los sectores sindicados marcaban la pauta a los no sindicados).
Sin embargo, a partir de la década de 1980 y con creciente agresividad, las empresas del sector privado pasaron a combatir a los sindicatos. La decisión de Ronald Reagan de despedir a los controladores aéreos del país, que habían lanzado una huelga ilegal, indicó a las empresas del sector privado que combatir a los sindicatos era legítimo. Una ola de adquisiciones hostiles llevó a los empresarios a hacer todo lo necesario para maximizar el beneficio de los accionistas. Juntos, inauguraron una era de desmantelamiento sindical.
Hay empresas que han despedido a trabajadores que han intentado organizarse, amenazando con trasladarse a otros Estados más amigos de la empresa si pretenden sindicarse, lanzando campañas contra las elecciones sindicales y contratando a esquiroles cuando los trabajadores sindicados hacen huelga. Grupos patronales han presionados a los Estados para que promulguen nuevas leyes sobre el llamado derecho al trabajo, que impiden que los sindicatos cobren cuotas a los trabajadores a los que representan. Un reciente dictamen del tribunal supremo, presentado por cinco expertos Republicanos, amplía el principio del derecho al trabajo a los empleados públicos.
Actualmente están sindicados menos del 7 % de los trabajadores del sector privado y los sindicados del sector público tienen su futuro gravemente hipotecado, sobre todo debido a la decisión del tribunal supremo. La parte decreciente de la renta nacional de EE UU que va a parar a la franja media desde finales de la década de 1960 –es decir, la comprendida entre el 50 % por encima y el 50 % por debajo de la mediana– guarda una correlación directa con el declive de la sindicación. Y lo que tal vez sea más significativo, la parte de la renta total que acaparó el 10 % de los estadounidenses más ricos a lo largo del siglo pasado es casi inversamente proporcional al porcentaje de trabajadores del país que estaban sindicados. A la hora de repartir el pastel, la mayoría de trabajadores de EE UU ya no tienen nada que decir, o muy poco. El pastel es cada vez más grande, pero ellos no reciben más que las migas.
Durante el mismo periodo, el cumplimiento de las leyes antimonopolio ha ido menguando. El gobierno de EE UU casi siempre ha dado luz verde a las empresas que han aspirado a monopolizar plataformas y redes digitales (Google, Apple, Amazon, Facebook); que han decidido fusionarse para formar gigantescos oligopolios (farmacéuticas, mutuas de seguros de salud, compañías aéreas, productores de semillas, procesadores de alimentos, contratistas militares, bancos de Wall Street, proveedores de servicios de internet); o que han intentado crear monopolios locales (distribuidores de comida, empresas de vertido de residuos, hospitales).
Esto quiere decir que los trabajadores y trabajadoras gastan más en la adquisición de estos productos y servicios que si estos mercados fueran más competitivos. Es como si redujeran la paga. El poder económico concentrado también ha capacitado más a las grandes empresas para mantener bajos los salarios, ya que la gente trabajadora tiene menos opciones para elegir dónde trabajar. Y les ha permitido imponer a la clase trabajadora unas disposiciones que debilitan todavía más su poder de negociación, como las medidas contra la caza furtiva y los laudos de arbitraje de obligado cumplimiento.
Este fuerte desplazamiento del poder de negociación de los trabajadores a las empresas ha hecho que una porción mayor de la renta nacional vaya a parar a los beneficios y una parte menor a los salarios que en cualquier periodo posterior a la segunda guerra mundial. En los últimos años, la mayor parte de estos beneficios han servido para engrosar los ingresos de los altos ejecutivos y aumentar los precios de las acciones, y no para financiar nuevas inversiones o mejorar la paga de la mano de obra. Añádase a esto el hecho de que el 10 % más rico de ciudadanos de EE UU poseen el 80 % de todas las acciones de sociedades (el 1 % más rico posee alrededor del 40 %), y tendremos la explicación de cómo y por qué la desigualdad ha aumentado tan drásticamente.

Otra consecuencia es que las empresas y los individuos adinerados han podido dedicar más dinero a campañas políticas y a influir en los políticos, mientras que los sindicatos no han tenido tantas posibilidades. En 1978, por ejemplo, las aportaciones de los Comités de Acción Política (CAP) sindicales eran equiparables a las de los CAP empresariales. A partir de 1980, las aportaciones de los CAP empresariales han crecido a un ritmo mucho mayor, y hoy en día la diferencia es abismal.

No es casualidad que los tres poderes del Estado federal, así como los de la mayoría de los Estados federados, se muestren hoy más proclives al mundo empresarial que a la clase trabajadora que en ningún otro periodo desde la década de 1920. Como he señalado, el Congreso ha reducido recientemente el impuesto de sociedades del 35 % al 21 %. Mientras, el tribunal supremo presidido por John Roberts se ha pronunciado más a menudo a favor de los intereses empresariales en casos relacionados con el trabajo, el medio ambiente y el consumo que ningún otro tribunal supremo desde mediados de la década de 1930. El año pasado no solo dictó sentencia en contra de los sindicatos de la función pública, sino que estableció asimismo que los trabajadores no pueden juntarse en acciones colectivas ante los tribunales si su contrato de trabajo estipula un arbitraje obligatorio. El salario mínimo federal no ha aumentado desde 2009 y se sitúa actualmente en el mismo nivel que el de 1950 si se tiene en cuenta la inflación. El ministerio de Trabajo del gobierno Trump se dedica a abolir continuamente muchas normas y reglamentos que servían para proteger a la mano de obra.

La combinación de elevados beneficios empresariales y un creciente poder político de las empresas ha generado un círculo vicioso: los mayores beneficios ayudan a incrementar la influencia política, alterando las reglas de juego mediante la acción legislativa, judicial y ejecutiva, lo que a su vez permite a las empresas extraer todavía más beneficios. Los mayores perdedores, de quienes se extraen la mayor parte de los beneficios, son los trabajadores medios.
El paso de la agricultura a la industria en EE UU vino acompañado de décadas de violentos conflictos laborales. El paso de la fábrica a la oficina y otros puestos de trabajo sedentarios dio pie a otras revueltas sociales. El reciente desplazamiento del poder de negociación de los trabajadores a las grandes empresas –con la consiguiente ampliación drástica de la desigualdad de ingresos, de patrimonio y de poder político– está teniendo una consecuencia más desafortunada y me temo que más duradera: una clase obrera enojada y más fácil de seducir por demagogos que predican el autoritarismo, el racismo y la xenofobia.
Robert Reich es profesor de políticas públicas de la Universidad de California, Berkeley, y fue ministro de Trabajo del gobierno de Clinton.
Fuente del artículo en castellano: http://vientosur.info/spip.php?article14103

Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=245256

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