Sureste de Puerto
Rico, parte integral del universo afroantillano
Colonialismo,
genocidio ambiental y
luchas comunitarias
4 de agosto de 2018
Por Rafael Rodríguez Cruz (Rebelión)
Dicen que mi generación fue de las pocas en
disfrutar un poco de prosperidad en la comarca de Guayama y el sureste de
Puerto Rico en el siglo XX. Algo de verdad quizás tiene la aseveración. Entre
1955 y 1972, Guayama y los pueblos del sur disfrutaron de una aparente
primavera económica, resultante de la llegada del gran capital industrial
moderno a Puerto Rico. Una de las industrias más importantes, para el
desarrollo de mi generación, fue la Univis Corporation ,
que fabricaba lentes básicos en Guayama y los exportaba al mercado
estadounidense. La
fábrica Univis estaba en la salida hacia el pueblo costero de
Salinas y, al menos hasta fines de la década de los sesenta, parecía
inamovible. Al otro lado del pueblo, saliendo para Arroyo estaban las plantas
textiles, incluyendo las fábricas conocidas como la Americana y Angela Corporation.
La verdadera gran inversión de capital industrial, sin embargo, ocurrió en las
afueras de Guayama, en el área de la laguna de Jobos y Pozuelo. Nos referimos a
la llegada de la
Phillips Corporation y el inicio de la fase de predominio de
las industrias químicas y petroquímicas transnacionales en el sureste. El
cultivo de caña vendría a ser un fenómeno del pasado, y pronto las centrales de
la región dejarían de funcionar.
A pesar de la rápida transición de la agricultura a la gran
industria, mi generación sintió que muy poco cambiaba en este pueblo en que, al
decir de Luis Palés Matos, la gente se moría de hacer nada. La lentitud de la
vida social era algo asfixiante. Guayama, con o sin la Phillips, seguía siendo
Guayama. Al menos, así se sentía. Todo alrededor nuestro tendía hacia la
inercia y nuestras vidas se consumían en una especie de maleficio que nos
condenaba a movernos circularmente. De hecho, así era que la juventud efectuaba
los recorridos de coqueteo en la plaza de recreo, durante las fiestas
patronales; en un círculo perfecto en contra del reloj.
Algunos comentaristas leen apresuradamente a Palés, y le atribuyen
la inercia cultural de Guayama solo a la hispanofilia de las clases dominantes.
Nuestro poeta, sin embargo, era un mago de las imágenes líricas. Él sabía, por
ejemplo, que la lentitud del tiempo en el sureste de Puerto Rico ya estaba allí
mucho antes de la
colonización. Por eso, no es recomendable leer el poema
Pueblo, sin antes leer Topografía. Entre uno y otro hay una conexión de
causalidad.
El sureste
Aceptemos, de entrada, que el sureste de Puerto Rico, toda esa
región que va de Salinas a Patillas, es un área de contrastes extremos y
magníficos. En la costa predomina la aridez y la marisma seca, al menos
exteriormente. En las lomas, y de manera muy selectiva, hay zonas que parecen
bosques tropicales. Este es el caso de la ladera sur de los montes de Carite,
así como de las elevaciones de Guamaní y del curso del río Patillas, desde la
poza de la curva hasta el lago.
En 1898, apenas ocurrida la invasión militar, el geólogo y
explorador estadounidense Robert Hill visitó la región del sureste de Puerto
Rico. Buscaba minerales para la explotación por las compañías de su país. A su
alrededor, solo vio un paisaje de terrenos secos, árboles de cactus, arenas y
pedregales. Dotado de un poder de observación sin par, no le tomó más de un
minuto en rendir juicio sobre lo que vio: «Aquí no hay minerales, pero sobra el
agua subterránea; bastaría con hundir un palo en la tierra para comprobarlo».
Originario de Texas, y famoso por haber descubierto los grandes acuíferos del
sur de Estados Unidos, Hill sintió una experiencia de deja-vu. Estaba, a su
juicio, encima de un gran acuífero, con un potencial enorme para la agricultura.
Efectivamente , en 1898 Hill detectó uno de los depósitos más
importantes de lo que hoy se conoce hidrológicamente como la Gran Provincia de
Sur. Parte integral de los valles de acuíferos de la costa de Puerto Rico, la Gran Provincia del
Sur incluye los acuíferos aluviales de Salinas, Guayama y Patillas; en
conjunto, una de las acumulaciones de agua subterránea más importantes y
fantásticas del Caribe.
El geólogo imperialista Hill, sin embargo, estaba más interesado
en la mineralogía que en la
agricultura. Por eso, no hizo muchos comentarios sobre el
potencial de cultivo de caña en la región. Para él, los terrenos del sureste,
descritos por muchos como áridos y estériles, eran, ante todo, ricos en humedad
subterránea. Cualquier uso agrícola, por lo tanto, era posible mediante la
extracción de agua de los depósitos aluviales bajo tierra. La aridez
superficial, aunque visible, no era un problema insalvable. ¿No era acaso eso
lo que él había recomendado para las grandes fincas de cultivo y ganado en
Texas, o sea, extraer agua del subsuelo? La cuestión se reducía, pues, a qué
era más costoso: sacar el agua mediante pozos modernos o crear un sistema de
riego, que captara el agua de los caudalosos ríos de las montañas. Lo primero
implicaba una inversión significativa de capital en maquinaria y equipo; lo
segundo, se podía obtener gratuitamente del gobierno colonial. El riego,
entonces, no era un requisito absoluto para la agricultura en la zona sureste,
ni siquiera para la caña.
A pesar del contraste entre los llanos áridos del sureste y las
montañas lluviosas del centro de la isla, la existencia de grandes acuíferos en las
llanuras fue el producto magnífico de una armonía hidrogeológica que tomó
millones de años en constituirse. De hecho, el mismo Hill, uno de los
precursores de la geología moderna en el Golfo de México y la Cuenca del
Caribe, quedó infatuado con el caso de Puerto Rico. Para algunos científicos de
la época, las Antillas Mayores, incluyendo nuestro país, representaban la
Atlantis perdida de la mitología griega. Hill estudió la composición de las
rocas en las distintas islas y dio base científica a sus teorías. Como un Da
Vinci de la geología, sus descripciones del Caribe no están exentas de valor
literario. Las Antillas Mayores, puntualizó en sus artículos para la revista National
Geographic , semejaban una canoa invertida.
Puerto Rico, añadió Hill, aunque hija de la misma madre que tuvo
Cuba, o sea, de las revoluciones volcánicas del Caribe, se destacaba entre las
Antillas Mayores por su vegetación exuberante y la variedad de paisajes. De
hecho, en su opinión, Cuba tenía un aspecto geológicamente continental maduro.
Puerto Rico, no; aquí todo parecía nuevo y acabado de brotar del mar. La isla,
en sus palabras, era un microcosmos utópico, que deleitaba al visitante por la armonía
de contrastes extremos, como si fuera una pintura alocada. De un lado, estaban
las costas, excepcionalmente lineales y faltas de cayos; del otro, el paisaje
general de la isla, marcado por cadenas de elevadas montañas de semblantes
dentados y categóricos. La discordancia mayor, por supuesto, la daba el clima:
húmedo en el norte, seco en el sur. El agua, sin embargo, no escaseaba en
ningún rincón de esta diminuta isla de 35 millas de ancho por
100 de largo. Las serradas montañas del centro de la isla, con sus suelos
arcillosos, apenas lograban retener el agua de lluvia que recibían gracias a
los vientos alisios. Sin embargo, las copiosas precipitaciones no tardaban en
llegar, mediante un enjambre alucinador de ríos, a las costas y sus múltiples
depósitos de calizas porosas absorbentes de humedad. Ahí se almacenaron por
miles y miles de años. En realidad, se trataba de depósitos subterráneos
geológicamente jóvenes, formados tan solo uno o dos millones de años atrás.
Puerto Rico era, para Hill, expresión de la unión armoniosa de lo viejo y lo
nuevo: montañas volcánicas y costas jóvenes. El agua que él notó tímidamente
asomándose bajo la marisma seca del sureste se originaba efectivamente en las
montañas. Los
mismos terrenos esponjosos de la costa no eran sino el resultado de la
acumulación milenaria de grava, piedras y otros materiales que habían llegado
de las montañas por efecto de la
erosión. Y si arriba no retenían el agua, abajo la acumulaban. Hacía
falta una verdadera visión de conjunto, para comprender la perfecta armonía
escondida tras los extremos de climas, paisajes, topografía y geología de la isla. Una armonía
hidrogeológica de millones de años. Quizás sea ese, digo yo, el verdadero
origen de la lentitud con que discurre el tiempo en el sureste de Puerto Rico.
Hoy, gracias a la ciencia moderna, sabemos que lo que Hill llamó
“agua siempre accesible a un metro bajo la superficie” no era más que uno de
los muchos valles de acuíferos del sureste de la isla. Debido a la
armonía con la lluvia en los montes, el agua sobraba en ellos. Por miles y
miles de años, la fuente de recarga principal de los depósitos de agua
subterránea en el sureste había sido el agua montañosa que llegaba por la
acción de los ríos y la fuerza de gravedad. No en balde no había lagos
superficiales. La isla los llevaba por dentro en sus costas.
Naturalmente, el sureste no es el único lugar que muestra este
tipo de formación hidrogeológica en Puerto Rico. Hay algunas en la costa del
norte, y bien grandes. Sin embargo, aquí, en la tierra inhóspita de Palés, el
asunto reviste un aspecto de magia. Debido a la altura y localización algo
desplazada al sur de la
Cordillera Central , el sureste de Puerto Rico está aislado
del efecto humidificador de los Vientos Alisios, con sus ráfagas que soplan del
noreste. En la ladera de la isla a barlovento, o sea, de cara a los vientos
húmedos del noreste, ocurre lo que los geógrafos llaman lluvia orográfica: la
humedad sube, se enfría y se condensa en los topes de las montañas. Por ello,
abundan los aguaceros a barlovento. Con una diligencia insuperable, los vastos
y anchos ríos del norte de Puerto Rico se encargan de distribuir el agua fresca
de lluvia equitativamente por toda esa zona. Son un sistema de riego natural.
Al sur, sin embargo, lo único que llega son vientos secos y calientes. Algunos
se originan en el mar Caribe, siempre cargado de energía y calor; otros,
resultan de las ráfagas del norte que remontan la Cordillera Central
y, ya vacías de humedad, descienden por la ladera a sotavento, calentándose aún
más. Calor si bogas, calor si no bogas. Todo por el asunto del sotavento.
Para que no falte dramatismo, los ríos del sur son cortos y
pronunciados, debido a las pendientes extremas. En una dinámica hidrológica que
la gente bautizó siglos atrás de «alocada», los cauces del sur se desbordan por
la mañana y por la tarde se secan. Así, porque sí, sin más razón que aquella de
que, como decía La Lupe, «lo que pasó, pasó». El agua baja de las montañas sin
anunciarse y, en medio de todo el calor, se llevan en un santiamén lo mismo
personas, animales o pueblos enteros. Por eso, hay en nuestra literatura del
sur, imágenes de cauces sin ríos y de golpes de agua que ocurren en medio de un
día seco y ardiente. Sea como sea, los acuíferos del sureste, con su material
geológico poroso, absorben enseguida el agua que viene de los montes.
Glup-Glup-Glup. Quiso la naturaleza, además, que, para preservar el agua, todo
el manto de piedras, arenas y grava porosa, o sea, el cuerpo permeable del
acuífero del sur, descansara sobre una cama de material geológico no poroso.
Esponjosidad arriba, absorbiendo el agua; impermeabilidad por abajo, tapando el
fondo. Los acuíferos del sureste de la isla no son sino esponjas de retención
de agua dulce: Dadme una esponja / y tendré el agua dulce.
En la región sureste de Puerto Rico, contrario
a los principios entrópicos de la física moderna, la naturaleza busca la
armonía, huirle al desorden. Y ello, siempre en el contexto de extremos
geográficos yuxtapuestos. Por eso, dicen los hidrólogos, que hay un fenómeno,
no tanto visible como conceptualizable, que se llama el nivel freático de las
aguas subterráneas del sureste. Es una medición del punto o nivel de saturación
del material poroso, lo que no es sino el cuerpo mismo del acuífero. Si el
nivel freático es elevado, hay agua suficiente; si es bajo, necesita recarga.
Tomado en su forma más abstracta, el nivel freático es un índice de la relación
del acuífero con la totalidad del medio ambiente geográfico que lo rodea, desde
las montañas hasta el mar. Si el nivel freático sube, y el agua dulce rebasa la
capacidad de retención del material poroso, el exceso del líquido fluye, por la
ley de la gravedad, hacia las lagunas y pantanos cercanos al mar. Si por
razones naturales o de actividad humana, el nivel freático baja, el agua dulce
no puede prevenir la entrada del agua de mar, y se saliniza el acuífero. Es
decir, toda ruptura de la armonía hidrológica trae consecuencias. En el primer
caso, positivas; en el segundo, negativas. ¡Excéntricos que son nuestros
acuíferos!
Resulta, entonces, que a diferencia del gran
acuífero Oglalala en las llanuras de Estados Unidos, los del sureste de Puerto
Rico no tienen un término final de vida. Son recargables, Su capacidad
potencial de almacenaje no varía con los años. Eso, porque tanto la porosidad
del material de aluvión, como su espesor, son factores constantes. Lo que puede
variar es la recarga, como resultado de la entrada de agua dulce; o la
descarga, por la actividad imprudente de extracción.
¡Ay, la ingratitud humana! Habría que
rescribir toda la historia de Puerto Rico, para darle a los acuíferos del
sureste el crédito que se merecen en la génesis de la dinámica social, cultural
y económica de la región.
Sin ellos, o sea, sin el agua dulce que estaba “a menos de un
metro de profundidad”, no se habría dado ni la antigua producción de caña ni la
gran cultura negra de la
región. Pero en eso no se piensa. Excepción hecha de los
acuíferos aluviales, no había en toda la región costera ni agua dulce ni
potable, al menos de forma continuada. ¿Será, por eso, que algunas de las
comunidades negras de Guayama y Salinas todavía tienen nombres asociados a la
extracción de agua subterránea? ¿Qué otro origen puede haber tenido los nombres
de barrios de esclavos, como Pozuelo y Pozo Hondo? La negritud de Guayama no es
hija exclusiva del tambor.
Coloniaje y genocidio ambiental
La construcción del sistema de riego y represas del sureste, que
comenzara en 1908, vino a alterar el equilibrio milenario entre los acuíferos
de la región y las fuentes naturales de recarga. Ya para 1915 cinco grandes
represas (Patillas, Carite, Coamo, Toa Vaca y Guayabal) suplían las necesidades
de la industria del azúcar, mediante un sistema de 150 kilómetros de
túneles y canales, que iban desde Juana Díaz hasta Patillas. El agua represada
sería utilizada, además, para producir electricidad en varias plantas
hidroeléctricas localizadas en las pendientes montañosas del sureste (Carite I,
Carite II, Carite II, Toro Negro I y Toro Negro II). Solo después llegaba a las
costas. El efecto inmediato del sistema de riego fue, pues, reducir las fuentes
naturales y milenarias de recarga de los acuíferos de la zona sur. A lo sumo,
estos se nutrían ahora de los remanentes del sistema de riego y, con suerte, de
las infrecuentes crecidas de los ríos provocadas por una que otra tormenta
severa. Pero ello, únicamente después de llenarse los lagos.
En la cuarta década del siglo XX comenzó el
hincado de pozos profundos para la extracción de agua con propósitos agrícolas
por todo el sureste de Puerto Rico. El efecto negativo de la actividad humana
sobre el nivel freático de los acuíferos era ahora doble. Por un lado, se
apresaban y canalizaban las aguas de los ríos; por el otro, se ponía en marcha
un proceso de extracción desordenada de los arsenales subterráneos. La
salinidad creciente del agua comenzó entonces a mostrar su fea cara.
Fue, no obstante, en las décadas de 1950-1970,
o sea, durante los tiempos en que mi generación crecía ajena a todo (salvo a la
exasperante inercia del pueblo) que comenzaron a llegar, a la región del
sureste, fuerzas promotoras de un desajuste hidrológico quizás irreparable. No
puedo decir que esto ocurrió calladamente. Todo lo contrario. Mi pueblo celebró
en grande la llegada de cada planta industrial, de cada inversión de capital
extranjero y de cada maquinaria moderna y ruidosa, por contaminante que fuera.
De todas las criaturas malsanas, la que más alegría infundada provocó fue la Phillips Petroleum
y su hermana la Fibers, que llegaron a mediados de la década de los sesenta.
Después vinieron otras, como las farmacéuticas estadounidenses Pfizer,
Elli-Lilly y Bayer. También Monsanto y Dow Chemicals. El sureste, finalmente
había arribado a la modernidad. ¡Y de qué modo! Atrayendo canallas, ladrones y
tahúres peores que los imaginados en el poema Pueblo de Palés.
Como era de esperarse, dada la condición colonial de Puerto Rico,
las factorías químicas y farmacéuticas estadounidenses se establecieron
precisamente en las zonas más sensitivas de la hidrología del sur; o sea, en
los topes de los acuíferos y en las cercanías de los antiguos manglares y
humedales. A primera vista, esto parece un contrasentido. El consumo de agua
por estas operaciones industriales palidece en comparación con la demanda de
las operaciones de la caña, ya desaparecidas. Sin embargo, con estas compañías
no se trata tanto de lo que extraen, como de lo que inyectan: sustancias
contaminantes y carcinógenas. En efecto, ya para 1986 porciones importantes de
los acuíferos de Guayama quedaron enteramente arruinadas, debido a las
concentraciones elevadas de sustancias químicas peligrosas. Y hoy, la región
sureste de la isla es un foco de enfermedades terribles, en particular el
cáncer, derivadas de las operaciones de estas industrias y de otras actividades
industriales altamente contaminantes.
No es extraño, pues, que haya que remontarse a mi generación para
hablar de un tiempo de aparente prosperidad en el sureste de Puerto Rico. La
región entera sufre, en estos momentos, las consecuencias negativas de un
desarrollo industrial que destruyó nuestros recursos naturales más valiosos, en
particular de 1966 en adelante. Ello, en realidad, no fue sino un segundo golpe
duro para la región, después de medio siglo de dominio de la producción cañera,
que agotó la fertilidad natural de los suelos y trastocó la hidrología
superficial. Con la caña, se trataba del uso imperialista de las aguas de los
ríos para alimentar las ganancias de las grandes compañías azucareras
estadounidenses en el sureste. Más recientemente, se ha tratado del uso de los acuíferos
aluviales como vertederos para los desechos y contaminantes de las industrias
químicas y farmacéuticas extranjeras. Entre ellas, y con un carácter híbrido
aterrador, hay que mencionar a la Dow Growers , que ha convertido miles de acres de
los antiguos cañaverales del sureste en campos de siembra de sus semillas
química y genéticamente modificadas. No lejos de estos campos, una montaña
gigantesca de residuos y cenizas de la quema de carbón por otra compañía
estadounidense, la AES, contamina el aire, además de inyectar materiales
tóxicos y radioactivos sobre el valle de los acuíferos del sureste. El
resultado ha sido la transformación del sureste en lo que puede tildarse de un
virtual corredor del cáncer.
Lucha comunitaria
No es posible tener un cuadro completo de la realidad del sureste
de Puerto Rico, sin mencionar la tradición combativa de sus barrios de gente
negra. Bastaría con mencionar las revueltas de esclavos negros en el siglo XIX;
o las gigantescas movilizaciones de huelguistas de la industria de la caña en
la década de los treinta del siglo XX. Traicionados por el sindicato
reformista, las masas explotadas del sureste no tardaron en recabar la ayuda
del Partido Nacionalista de Puerto Rico y, en particular, de su líder Pedro
Albizu Campos. La respuesta del imperio fue implacable, reprimiendo tanto a los
miles de huelguistas en la zona como al nacionalismo revolucionario. Pero, la
combatividad de las comunidades del sureste de la isla nunca ha cesado. De
hecho, es hoy más fuerte y prometedora que nunca.
Las comunidades negras y pobres del sureste de la isla enfrentaron
una prueba mayor, como resultado del huracán María en septiembre de 2017. Por
meses, los poblados costeros de Guayama y Salinas quedaron totalmente
desprovistos de electricidad y agua potable. Ante eso, los diferentes grupos
comunitarios y ambientalistas se unieron para garantizar, día a día, la
distribución igualitaria de lámparas inalámbricas, agua embotellada y, en
particular, comida. De ahí, surgió un impulso renovado para liberar a las
comunidades de la dependencia en energía no renovable. Se trata, al menos
inicialmente, de un proyecto comunitario, llamado Coquí Solar, que garantizaría
energía limpia y gratis para una comunidad de 900 familias. Que esto ocurra,
apenas a pocos kilómetros de las plantas contaminantes que producen
electricidad con carbón y petróleo, es indicativo de la voluntad del pueblo de
lograr la autosuficiencia energética, así como de proteger el ambiente. Y ello
se viene logrando por la vía de la autogestión comunitaria.
El pasado 6 de abril de 2018 se celebró, en
Salinas, el primer conversatorio titulado “Por un Posicionamiento Político,
Social y Cultural Desde el Centro-Sureste”, dirigido a promover una visión
militante de conjunto entre las organizaciones culturales, ambientales y de
lucha del centro y sureste de Puerto Rico. Al evento, asistimos un nutrido
grupo de compañeros y compañeras independentistas, así como miembros de las
principales organizaciones de lucha y comunitarias. Entre estas últimas cabe
mencionar: el Centro Cultural Cunyabe, el Comité Diálogo Ambiental, el Frente
Afirmación el Sureste (FASE), El Comité Plaza Monumento Dr. Pedro Albizu Campos
de Salinas, y el grupo Iniciativa de Ecodesarrollo de Bahía de Jobos (IDEBAJO).
Al día siguiente, en la mejor tradición de la rebeldía afroantillana, se
celebró la tradicional actividad conocida como Libre Soberao, en que, desde los
tiempos de la esclavitud, los negros y negras de la zona se reúnen para tocar
los tambores y bailar el ritmo de la bomba. Este pasado 7 de abril,
significativamente, el Libre Soberao se efectuó en los terrenos de la antigua Central Aguirre. Lo más
importante es que, desde abril para acá, las distintas organizaciones se han mantenido
unidas por la agenda común de luchar por la autogestión, el mejoramiento de la
calidad de vida y la protección del ambiente.
¿Por qué hablar del sureste, como una región diferenciada de la
isla? Simplemente porque, a pesar de su tamaño reducido, Puerto Rico entero
está conformado por zonas geográficas que muestran rasgos culturales, sociales
y económicos muy particulares. Este fenómeno llamó mucho la atención de Estados
Unidos en 1898, y ha sido utilizado a menudo en contra de nuestras luchas emancipadoras,
para desunirnos aún más. La región del sureste, con su peculiar hidrogeología,
comprende uno de los llanos más extensos de la isla, en el cual prevalecen
condiciones muy uniformes. Culturalmente, es la región de mayor influencia y
difusión del elemento afroantillano. Económicamente, es una zona que desde 1898 ha sido explotada con
arreglo a un plan regional por el gran capital monopolista estadounidense.
Además de sus recursos naturales valiosísimos, el sureste exhibe una
proletarización generalizada. Socialmente, es una región de elevada
combatividad de la clase trabajadora que la habita mayoritariamente. De lo que se trata
ahora, para las organizaciones militantes, es de promover una respuesta
organizativa regional a los problemas que históricamente han prevalecido.
El joven activista Roberto Thomas, portavoz del grupo IDEBAJO
(Iniciativa de Ecodesarrollo de Bahía de Jobos) enumera, en un informe
reciente, algunas de las áreas en que el sureste confronta los mayores retos:
(1) aumento del costo de vida; (2) despoblamiento acelerado, debido a la
rampante pobreza; (3) contaminación por la quema de carbón e infiltración de
sustancias tóxicas en los acuíferos que suplen agua potable; (4) acaparamiento
de miles de acres de terrenos por las semilleras Dow y Monsanto; (5) cierre
discriminatorio de escuelas públicas; (6) corte de pensiones de los jubilados;
(7) eliminación de derechos laborales y (8) desempleo y su secuela de bajos
ingresos. Dada la naturaleza regionalmente aguda de estos problemas, la respuesta
también tiene que ser abarcadora. Al respecto, nos dice Roberto en su informe:
«Después del huracán, y ante los problemas que todos y todas
conocemos, hemos trabajado en el adelanto de la organización comunitaria de los
barrios negros de toda la zona que va de Salinas a Guayama. Entre ellos, los
poblados de El Coquí, Mosquito, Jobos, Las Mareas y San Felipe. Las comunidades
mismas optaron por crear algo novedoso, que se ha venido a conocer como Oasis
Comunitarios. Gracias a la naturaleza democrática y descentralizada de estos
organismos, rápidamente pudimos fundar cocinas comunitarias, puntos de
distribución de suministros, eventos de enriquecimiento cultural para los
niños, así como días de limpieza de escombros. Todas eran necesidades urgentes
después de la tormenta, y las comunidades se movilizaron para darles solución.
Una idea en la que trabajamos ahora mismo es la creación de mesas de trabajo
temáticas, que permitan capacitar, atender y responder a los problemas desde
las propias comunidades. Se trata de mesas que ofrezcan nuevas ideas para
adelantar en la solución de asuntos tales como la comida, vivienda, salud
(física y mental), cultura y recreación. Queremos vigorizar el mecanismo de las asambleas
comunitarias que hagan posible la participación más amplia de la gente de
nuestras comunidades, particularmente los jóvenes, en el proceso de organizarse
para atender y mejorar la calidad de vida». (Citado con permiso del autor.)
La cuestión de la identidad
En el centro mismo de la posibilidad de un proceso emancipador en
Puerto Rico está la cuestión de la identidad. La tormenta María golpeó brutalmente
al sureste de la isla, afectando sobre todo a las comunidades pobres y negras.
Estas siempre fueron un punto de apoyo para las luchas libertarias, al caracterizarse
por la preservación del legado de sus orígenes afroantillanos. La combatividad
de los poblados del sureste no tiene parangón en la historia de las luchas
proletarias de Puerto Rico. Y esto, afirmando en todo momento las raíces
caribeñas de sus habitantes. En el contexto de las comunidades del sureste de
Puerto Rico, con su inherente influencia afroantillana, la idea de la
no-identidad boricua es un lujo, un adorno.
El sureste, por su historia y misticismo, es parte integral del
universo afroantillano. No somos, pues, extranjeros en este pedazo del Caribe
que habitamos. El ancla, la raíz de esa pertenencia es la negritud, entendida
no ya abstractamente, sino en función de las luchas concretas de las
comunidades pobres por mejorar sus condiciones de vida y afirmar la
personalidad boricua. O, como diría mi compueblano Luis Palés Matos: «No
conozco un solo rasgo colectivo de nuestro pueblo que no ostente la huella de
esa deliciosa mezcla de la cual arranca su tono verdadero el carácter
antillano. Negarlo me parece gazmoñería. Esta es nuestra realidad y sobre ella
debemos edificar una cultura autóctona y representativa con nobleza, con
orgullo y con plena satisfacción de nosotros mismos».
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=244895
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