miércoles, 1 de noviembre de 2017

"El solucionismo digital nos oculta que con quien realmente tienen que competir es con los dueños de esas máquinas, que cada vez son más ricos y tienen más poder".

Entrevista a César Rendueles, filósofo y escritor
“Deberíamos recordar que todo esto empezó
con una crisis de acumulación capitalista”
1 de noviembre de 2017

Por Andrés Carretero(Ctxt)

César Rendueles (Girona, 1975), filósofo y profesor de sociología en la Complutense, nos recibe en su casa para discutir sobre algunas de las ideas, insertadas en la tradición emancipadora, que ha ido desplegando durante los últimos años en libros, artículos y conferencias. Trabajador de la cultura –encargado de la edición de autores clásicos como Karl Marx, Walter Benjamin o Karl Polanyi–, se dio a conocer más allá del mundo académico con la publicación de Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital (Capitán Swing, 2013), un ensayo premiado y de largo recorrido, al que le han seguido una serie de publicaciones que vamos a repasar en busca de sus potencialidades políticas.


Me gustaría comenzar preguntándole por la idea en disputa de “modernidad”, que se vincula con la subordinación de las formas de vida a determinadas relaciones comerciales. Señala también el sesgo patriarcal de los debates políticos de la modernidad: la aplicación sistemática de las tareas reproductivas y de cuidados como dispositivo de sometimiento de las mujeres.
La modernidad es esa época en la que, de alguna manera, la ruptura histórica se normaliza y se incorpora a la vida cotidiana. Ser moderno es estar inmerso en esa sensación de cambio permanente y acelerado, esa sensación de que algo siempre está a punto de pasar. Es un asunto que captaron muy bien autores como Rousseau o Hegel y eso es lo que hace que nos sigan resultando tan elocuentes. Así que hablar de una única ruptura de la modernidad respecto a otros períodos es muy arriesgado. Dicho esto, me parece razonable la idea, aproximadamente marxista, de que el cambio medular de la modernidad tiene que ver con la subordinación de todas las relaciones sociales al sistema mercantil. Otros rasgos sociales o culturales de la modernidad han estado presentes al menos hasta cierto punto en otras sociedades. Hubo precedentes exitosos de la Ilustración moderna, por ejemplo, en la Atenas clásica. Del mismo modo, las experiencias políticas y culturales de democratización son muy numerosas. En cambio, no ha existido nada parecido al proceso de subordinación al mercado de todas las relaciones sociales típico de nuestro tiempo. No hay sociedades en las que la institución del mercado se haya apoderado de esta manera del resto de relaciones sociales. Y esta subordinación ayuda a explicar las características y limitaciones de otros rasgos de la modernidad. Me refiero a que permite entender por qué la Ilustración y los procesos de emancipación han sido como han sido y han llegado hasta donde han llegado. Así que, aun sabiendo que es reduccionista, me parece que hay un importante poso de verdad en la idea de que la modernidad es, en primer lugar -como decía Marx al principio de El capital-, una sociedad de mercado. Por eso también el dominio patriarcal es más complejo en nuestro tiempo que en otras épocas, pues mantiene una relación de congruencia con el capitalismo pero no se reduce a él.
A través de distintas mutaciones del patriarcado la sociedad de mercado ha intentado gestionar aquello que no podía ser reducido a la lógica de la compra y la venta: las relaciones afectivas, los cuidados, el trabajo reproductivo… Cada vez más gente se está dando cuenta de que es un terreno con unas potencialidades políticas enormes, porque en él salen a la luz con mucha violencia algunas contradicciones de nuestra sociedad que tienen que ver con nuestra supervivencia material. Resulta difícil no sentir que hay algo monstruoso e inhumano en la sociedad en la que vives cuando no tienes tiempo para cuidar de un familiar enfermo porque tienes que dedicar tus energías a un trabajo precario absurdo y socialmente superfluo.

En un artículo reciente reflexionaba retrospectivamente sobre el componente hedonista de cierta filosofía posmoderna, una despolitización que permitía surfear el sistema con facilidad, de gran influencia sobre la arquitectura durante los años 80 y 90 ¿Cómo fundamenta esta visión crítica de la posmodernidad?
Suelo explicar esto desde un punto de vista autobiográfico. Estudié en los años 90 en la universidad Complutense de Madrid y me tragué el desembarco en España de todos los neoheideggerianos. Fue una época complicada para hacer filosofía: la inteligibilidad no era un valor particularmente apreciado y había un desprecio manifiesto por la ciencia y las ideas tradicionales de “verdad” y “racionalidad”. Eso fue catastrófico en un período de auge de la tecnociencia y nos incapacitó para entender mucho de lo que estaba pasando. Ocurrió algo parecido en el plano político. En un momento de expansión sin precedentes del mercado y de surgimiento de formas muy agresivas de capitalismo, se produjo una rendición, un desarme intelectual por parte de filosofía y las ciencias sociales, que se privaron a sí mismas de las herramientas necesarias para entender lo que estaba ocurriendo y para proponer alternativas. Mientras la derecha elaboraba un programa político coherente y poderoso, con una enorme capacidad de interpelación, la izquierda se refugiaba o bien en el elitismo intelectual o bien en la nostalgia obrerista. Volviendo al campo estrictamente filosófico, creo que la posmodernidad desarrolló un programa intelectual atractivo pero de corto recorrido, que es lo que suele pasar con el idealismo. Me refiero a que hay autores extraordinarios a los que hay que leer, pero que me parece que se agotan en sí mismos. Seguramente era ya algo evidente en el caso de Heidegger y, de hecho, me resulta digno de admiración que tuviera el valor de adentrarse en los callejones sin salida a los que conducía su pensamiento. Y eso es lo que ocurre, en mi opinión, con otros grandes herederos de Nietzsche, como Foucault, Deleuze o Vattimo. Me resultan muy sugerentes, pero no tengo la sensación de que hayan abierto ninguna senda que otros puedan prolongar. 

Considera las posiciones anti-institucionales más estéticas que políticas.
Es verdad que aunque me parece que la crítica anti-institucional radical procedente de los años 60 y 70 tiene aspectos muy positivos que hay que cuidar, como el cuestionamiento de realidades sociales opresoras heredadas del pasado o la denuncia de las limitaciones del desarrollismo de posguerra, a veces ha acabado siendo compañera de viaje involuntaria de las políticas mercantilizadoras. Desde mi punto de vista, al neoliberalismo le ha resultado más cómodo tratar con los herederos de estas posiciones que con aquellos que provenían de tradiciones emancipatorias clásicas. Es una historia muy compleja, por supuesto, y llena de claroscuros. Pero creo que la crítica anti-institucional llevó en buena medida a restar importancia a la derrota global del sindicalismo que se produjo en los años ochenta y a entender que la izquierda podía centrarse en las cuestiones identitarias y culturales relacionadas con los modos de vida. Creo que fue un proceso catastrófico que dejó el campo despejado para la contrarrevolución en las relaciones laborales que se produjo en esa época. En general, me parece urgente revisar y recuperar las tradiciones de pensamiento político institucionalista. Es muy malo para la izquierda que hayamos dejado esa tarea en manos de autores reaccionarios. Hay una frase de Alba Rico con la que me siento muy identificado: “La izquierda debería ser revolucionaria en lo económico, reformista en lo institucional y conservadora en lo antropológico”.

Junto a la identidad cultural, la problemática generacional es determinante en la actualidad. ¿Podrá tomar la suficiente distancia para escapar de su propio marco generacional?
La verdad es que no. Creo que, como mucho, uno puede intentar ser consciente de que está atrapado en ese marco vivencial. Pertenezco a una generación políticamente dañada, que se educó en la derrota. Quienes comenzamos en el activismo a finales de los años 80 hemos vivido de una manera muy particular el aplastamiento del sindicalismo y los movimientos sociales. Por supuesto es algo que viene de más atrás, pero en aquella época era ya completamente imposible no darte cuenta de cuál era la realidad que te rodeaba. Por ejemplo, una de nuestras mayores batallas, al menos de la que yo me siento más orgulloso, fue la insumisión. Pero, si uno lo piensa de un modo no sé si frío o cínico, la verdad es que lo que conseguimos con cientos de condenas y un montón de compañeros presos fue acelerar la profesionalización del ejército. Esa cultura de la derrota genera un resentimiento y una amargura que debería hacernos reflexionar. Sobre todo porque en España, junto a los ejes políticos tradicionales, ha ido apareciendo una divisoria muy importante que tiene que ver con la edad y que afecta a temas cruciales. El reflejo público de esa ruptura es la transformación de los intelectuales orgánicos del Régimen del 78 en una especie de grinchs enfurecidos completamente atrapados en su propio nihilismo generacional. A modo de ejemplo, se me vienen a la cabeza unas recientes declaraciones de Fernando Savater en una entrevista con un diario italiano en la que decía, literalmente, que la humillación de las personas que querían votar en el referéndum catalán era un momento pedagógico necesario para la democracia. La idea de que humillar al 80% del cuerpo electoral es en algún sentido bueno para la democracia es tan loca que resulta imparodiable.

En la conversación que sostiene con Joan Subirats en Los (bienes) comunes (Icaria, 2016) hay discrepancias claras respecto del grado de continuidad entre los comunes y la gestión público-estatal de los recursos.
Sí, a mí me parece que, al menos en la modernidad, los comunes y lo público forman parte de un continuo de formas de institucionalización no mercantil de la economía. Hay experiencias comunales modernas con una clara intención universalista que se solapan con las intervenciones públicas más igualitaristas y participativas. A veces desde la teoría de los bienes comunes se ha caricaturizado lo público-estatal como una especie de masa amorfa de burocracia y opresión, pero la verdad es que hay importantes excepciones. No es ni mucho menos imposible transformar muchas instituciones públicas para que tengan una estructura más colaborativa. Pero, sobre todo, las intervenciones públicas tienen una capacidad muy grande para romper con los elementos identitarios de las dinámicas comunales. Por ejemplo, en El espíritu del 45 Ken Loach recuerda cómo los programas de vivienda pública británicos conseguían reunir en los mismos barrios, en los mismos bloques, a gente de procedencias sociales muy diversas. Hoy no existe nada a esa escala, pero sigue siendo cierto que en un colegio público o en un hospital te encuentras con gente que procede de espacios sociales diferentes al tuyo y con la que seguramente no te juntarías si no te forzara a ello la institución.

¿El desarrollo práctico de los comunes en el contexto contemporáneo podría funcionar como herramienta para combatir los procesos de despoblación rural?
Es una pregunta muy complicada. Los comunes tradicionales siguen existiendo en el campo, pero creo que son una realidad conflictiva. A mí me parece, aunque no soy ni de lejos experto en ese tema, que donde están ofreciendo una alternativa más potente es allí donde se están acercando a las prácticas cooperativistas, donde se alejan de su versión atávica y se transforman en procesos organizativos híbridos. Los entornos rurales no han salido indemnes de la fragilización de las relaciones sociales postmoderna y eso ha afectado mucho a la posibilidad de supervivencia de los comunes tradicionales.
¿Pueden articularse en paralelo los bienes comunes y la Renta Básica (RB) para generar unos medios de subsistencia mínima en contraposición a las dinámicas extractivas del mercado?
Hasta cierto punto cuando hoy hablamos de los comunes lo hacemos en un sentido metafórico. El espacio institucional para los comunes no ha sido completamente extirpado, pero lo cierto es que requieren condiciones que en las sociedades de masas no es fácil que se den: continuidad en las interacciones, comunidades más o menos estables, un compromiso fuerte con ese sistema de normas… Es importante que tengamos presentes esas limitaciones para evitar inercias elitistas, porque quienes hoy tenemos más capacidad para poner en marcha proyectos cooperativos solemos ser gente con un cierto colchón económico y un fuerte capital social y cultural. Es razonable que sea así y no hay por qué flagelarse por ello pero es un sesgo que no deberíamos perder de vista.
Con la Renta Básica pasa algo parecido. Entendida como un desarrollo del estado de bienestar, es una propuesta que me parece razonable. Pero conviene no olvidar que Milton Friedman formuló una versión coherente y rigurosa de la RB. Creo que es algo que debería hacernos pensar. La RB empezó a popularizarse entre la izquierda tras el aplastamiento global del sindicalismo y a veces se usa como una forma de sortear los efectos de esa derrota. Creo que es un error. Las formas tradicionales de empoderamiento de los asalariados pasaban por la negociación colectiva y la organización de los trabajadores. La RB, en cambio, es una estrategia dirigida a garantizar un derecho individual que, en el mejor de los casos, relega la dinámica colectiva a un segundo momento confiando en que los trabajadores, liberados de las presiones del mercado de trabajo, se sentirán inclinados a organizarse. Esa es una posibilidad, por supuesto. Pero no es ni mucho menos la única. Es perfectamente posible que la RB sea el punto de partida de una precarización generalizada y un deterioro de los servicios públicos que, como mucho, le venga bien a una minoría con los recursos sociales y materiales necesarios para surfear el desastre. Creo que eso es lo que entendió Friedman, que no era ningún idiota.

Los proyectos cooperativistas dependen en gran medida de unos vínculos geográficos y afectivos sostenidos en el tiempo y enfrentados a la política del desarraigo característica del capital globalizado.
Los proyectos emancipadores tienen condiciones de posibilidad materiales y políticas pero también sociales. Necesitan de un colchón social, de vínculos e interacciones estables, que permitan asumir riesgos colectivos y desarrollar proyectos de vida compartidos que vayan más allá de la precariedad cotidiana. Por eso la mercantilización tiene unos efectos tan corrosivos sobre las posibilidades de transformación política. La diáspora migratoria es una de las expresiones contemporáneas más profundas de ese desarraigo que no es sólo geográfico, sino también social. Aunque uno vuelva, no es lo mismo volver que haber estado.

Parte de la élite global progresista aún continúa celebrando el nomadismo contemporáneo, la falta de ataduras.
Es algo que denunciaron muy pronto pensadores reaccionarios como Christopher Lasch y que más recientemente ha señalado Donzelot. Los vencedores de la globalización se han emancipado del resto de la sociedad. Antes algunos ricos cultivaban aquella imagen del indiano, un cierto arraigo paternalista. No es casual que muchos bancos tuvieran nombre de lugares, como el Banco de Santander. Eso se ha terminado. En los ochenta surge una elite global desarraigada, en el sentido de que no tiene más patria que su cuenta de banco en algún paraíso fiscal. En ese sentido, el discurso posmoderno del nomadismo tenía un punto de autoengaño adaptativo, nos hacía creer que esa emancipación de los ricos era, en realidad, un cambio cultural generalizado que nos liberaba de antiguas ataduras. En realidad, esa idea de flotar libres es muy adolescente y su prolongación suele tener un coste existencial enorme. Nuestra sociedad ha generalizado el aprecio por un tipo de vida que, en el mejor de los casos, podemos cultivar durante un período breve y muy determinado. De nuevo era Lasch el que decía que el amor, el trabajo, y la familia nos ofrecen un consuelo limitado pero real frente a los terrores de la existencia porque nos vinculan a un mundo independiente de nuestros deseos pero sensible a nuestras necesidades. Pensar que el trabajo va a ser eternamente creativo y emocionante o que el amor va a ser una sucesión inacabable de pasiones desatadas acaban impidiéndote encontrar esos consuelos más mundanos y limitados basados en la construcción cotidiana de espacios de sociabilidad compartida.

Esos consuelos y también una identidad.
Sí. Precisamente es así como se va formando una identidad, que no es sino una continuidad más o menos ficticia que elaboramos para no enfrentarnos al abismo de la reinvención constante. La identidad nos permite tener no sólo un proyecto de futuro sino también un pasado, que tu yo de ahora sea aproximadamente coherente con lo que era. Incluso si eso supone en algún sentido un fracaso respecto a tus expectativas pasadas, puede ser un fracaso coherente que permita cierta reconciliación. Lo que es más difícil de vivir es el sinsentido, el tener que estar rehaciendo el proyecto vital cada mes, normalmente al ritmo sordo que te marca el mercado de trabajo.

En Capitalismo canalla (Seix Barral, 2015) aborda la presencia originaria del mercado, destacando su efecto democratizador paralelo al ágora de deliberación.
Aunque se suele recordar a Polanyi como el gran crítico de la mercantilización, nunca dejó de subrayar que el mercado, como institución económica limitada, podía tener efectos sociales muy positivos. En varias ocasiones señaló que la creación en Atenas de un mercado de bienes de primera necesidad rompió las relaciones de dependencia entre el pueblo y la nobleza. A veces a la gente de izquierdas nos cuesta distinguir entre el mercado y el sistema mercantil. Los mercados limitados a áreas bien acotadas de la realidad social pueden ser muy beneficios y ayudar a cubrir necesidades reales. La cuestión es que estén sometidos a límites claros y a la supervisión deliberativa de sus efectos. Tenemos que pensar cuánto mercado queremos y hasta dónde ha de alcanzar.

Las workhouses son descritas en su libro como dispositivos biopolíticos disciplinarios. Es interesante comparar la presencia física de estos espacios frente a las formas contemporáneas de reeducación psicológica y emocional.
Las workhouses forman parte de un conjunto de intervenciones de finales del XVIII y principios del XIX con las que las clases altas trataban de establecer las bases sociales de un mercado de trabajo generalizado. Son intervenciones disciplinarias muy variadas que incluyen el esclavismo, la servidumbre voluntaria, el internamiento y que, posteriormente, se van refinando a través de propuestas muy sutiles y eficaces, como los incentivos salariales o la organización científica del trabajo. La direccionalidad fundamental de ese proceso es la internalización del proceso de disciplina, que cada vez está menos basada en la coerción física y tiene más que ver con la educación emocional, de modo que incluso se puede revestir de un aura humanista, como ocurre con la escuela de Elton Mayo. Esa estrategia de psicologización, que a mediados del siglo XX adopta un tono relativamente amable, se radicaliza mucho a partir de los años setenta. Se empieza a intentar trasladar a la fuerza de trabajo la lógica schumpeteriana del nuevo empresariado, que se ve a sí mismo como una clase creativa frente a las viejas corporaciones burocratizadas. Creo que Schumpeter es el autor más influyente de nuestros días, mucho más que cualquier filósofo; del mismo modo que el libro más importante de nuestra época es el DSM.

En el capítulo “La cadena y el montaje” enmarca la rebelión de los cuerpos como resistencia a la infraestructura productiva. Destaca entonces la vieja autonomía que tenían los gremios de artesanos sobre su propio trabajo y condiciones de vida.
A menudo cito algo que decía Hobsbawm sobre la revolución industrial y es que, al menos al principio, tuvo poco que ver con la innovación tecnológica. Los primeros procedimientos industriales empleaban tecnología inferior a la que utilizaban los mejores artesanos. La revolución industrial consistió en una reforma de las relaciones laborales, en coordinar a mucha gente para que trabajara según nuevas normas y con nuevos procedimientos. El objetivo fundamental era romper el control sobre el proceso productivo que tenían los artesanos. En buena medida algo parecido está pasando ahora. Toda la cháchara sobre la sociedad digital y la robotización está dirigida a ocultar que una parte muy grande de los cambios tecnológicos económicamente significativos buscan privar de poder a los trabajadores, quitarles aún más control sobre el proceso de trabajo y completar la ruptura del sistema de equilibrios entre capital y trabajo que emergió tras la Segunda Guerra Mundial. No es verdad que los trabajadores se enfrenten a un futuro muy negro porque tienen que competir con máquinas cada vez más inteligentes. El solucionismo digital nos oculta que con quien realmente tienen que competir es con los dueños de esas máquinas, que cada vez son más ricos y tienen más poder. Es una larga historia, por supuesto. Los procesos de cualificación y descualificación son una parte intrínseca de la historia del capitalismo desde su nacimiento.

Los espacios de producción arquitectónica de la modernidad, con la primacía del autor masculino y heroico, son sustancialmente distintos de los contemporáneos, donde aquella figura ha devenido en un nuevo proletariado global que repite tareas sistemáticas ante una pantalla de ordenador.
Sí, pero la contracara de esa proletarización de la profesión es la radicalización del gesto artístico por parte de los arquitectos estrella contemporáneos. Los arquitectos de marca se ven a sí mismos como una especie de escultores renacentistas con derecho a despilfarrar cientos de millones de euros públicos en decoración urbana de su agrado. Tipos atravesados por las musas que en un arranque de inspiración hacen un garabato en una servilleta que luego se convierte en un museo de arte contemporáneo o un edificio de viviendas de proyección oficial. Es curioso porque es una idea bastante anticuada del artista. Es verdad que es una concepción de la profesión que ya estaba presente en los arquitectos clásicos del siglo XX, como Le Corbusier, por ejemplo. A mí me resultan, en general, insoportables, pero reconozco que aún tenían el sentido común y la dignidad de distinguir esas aspiraciones artística del trabajo más técnico y artesanal del oficio y entender que eran dos vertientes necesarias. Sigo esperando una autocrítica que tome en consideración el papel que desempeñó la arquitectura de autor en la burbuja inmobiliaria.

En la transición de la subjetividad “del proletario al propietario” opera el enunciado que pronunció José Luis Arrese en el homenaje que le rindieron los agentes de la propiedad inmobiliaria en 1959: "No queremos una España de proletarios sino de propietarios.”
Arrese se anticipó al programa privatizador de Thatcher en varias décadas, dando el tono al proyecto social franquista, “una economía de buenos negocios y malas empresas”, donde se buscaron herramientas de apaciguamiento de la fuerza de trabajo. Una de las fundamentales fue la propiedad de la vivienda, que genera un cambio de mentalidad muy importante y que ha tenido un peso enorme en la historia posterior. Somos un país muy patrimonialista, no solo económicamente, sino también ideológicamente y eso explica en parte por qué en España el voto de clase siempre ha sido muy débil. Mucha gente de izquierdas se queda estupefacta cuando la derecha gana las elecciones una y otra vez. Piensan que los votantes del PP son malvados o idiotas o las dos cosas. La verdad es que la derecha gana porque mucha gente siente que representa sus intereses materiales y eso tiene que ver con el peso del patrimonio inmobiliario en nuestro mapa social.
Esa herencia franquista ha permitido a las clases altas establecer un sistema difuso de lealtades que hace que muchas personas de clase trabajadora acepten el liderazgo de grupos con los que, en principio, no deberían compartir intereses. La propiedad de la vivienda ha sido un dispositivo fundamental de promesa de movilidad social ascendente intergeneracional. Y ha contribuido muchísimo a la paz social: la gente soporta sacrificios enormes para pagar una vivienda con la esperanza de que gracias a ese esfuerzo sus hijos mejoraran su posición social. Otro elemento de este sistema es la red de enseñanza concertada, que ofrece a un 30% de la población una vía de escape de la enseñanza pública y vincula a sus usuarios con los intereses de las clases altas a través del discurso de la meritocracia y el esfuerzo.
Comentó en una entrevista, no sé si con cierta ironía: “La tecnología más influyente de los últimos 35 años en España tal vez sea el hormigón pretensado, que ha intervenido en muchas construcciones de obra pública y ha determinado la estructura especulativa española”.
Lo que quería subrayar era que nuestra comprensión de la tecnología está viciada por nuestro contexto ideológico. Una aportación importante de la tradición materialista es que nos ayuda a entender que la tecnología importa y mucho, pero que no es evidente cuál es la tecnología que más importa. Hay un ensayo de Rose Georger que me encanta. Habla de cómo el sistema de containers que permite el transporte de mercancías por barco a bajo precio ha revolucionado la economía mundial en las últimas décadas. Es un cambio poco visible y del que se habla poco, seguramente porque comparado con la inteligencia artificial o el high frequency trading no es nada sexy, pero sus efectos han sido inmensos. Me gusta el ejemplo del container porque dirige la atención al papel que han desempeñado las manufacturas en la globalización, que no sólo consiste en finanzas e Internet. Del mismo modo, si la base de la economía española es el turismo y el ladrillo, es razonable pensar que hay desarrollos tecnológicos cruciales que tienen que ver con la obra pública, la ingeniería, etc.

Su reivindicación del materialismo histórico, En bruto (Los libros de la Catarata, 2016), ¿se debe a la renovada preocupación por las condiciones materiales de existencia detonada durante la crisis?
Creo que el materialismo ha vuelto cuando las ciencias sociales, entendidas en un sentido bastante tradicional, han tomado de nuevo el protagonismo. En particular, ha renacido el interés por la desigualdad. Hasta no hace mucho costaba encontrar bibliografía sobre la desigualdad social salvo en círculos académicos muy especializados. Desde 2008 se ha producido una explosión de estudios sobre la desigualdad material y ensayistas como Thomas Piketty u Owen Jones han adquirido una visibilidad impensable hace algunas décadas. Creo que esto ha alimentado en paralelo una necesidad, en el campo de la filosofía, de pensar el modo en que ciertos procesos sociales e históricos de largo recorrido, ciertas inercias lentas, finalmente tienen efectos muy violentos. Estamos viviendo un periodo político muy tumultuoso y vivimos con tanta intensidad los procesos coyunturales que a veces surge un espejismo de autonomía de lo político y lo discursivo. Deberíamos recordar que todo esto empezó hace una década con una crisis de acumulación capitalista. Rosa Luxemburgo debe estar partiéndose de risa en su tumba.
Andrés Carretero (1986) es arquitecto y crítico. Desarrolla una práctica indisciplinada entre la arquitectura, el arte, lo político y la teoría crítica. Su trabajo se ha desplegado en la Trienal de Arquitectura de Lisboa, el Matadero de Madrid, intransit, A*Desk, salonKritik o El Estado Mental. Actualmente se ocupa, entre otros proyectos, de la re-ordenación del parque de La Cava en Roa (Burgos).

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