martes, 29 de septiembre de 2015

Situémonos en que hoy nuestro país está bajo una administración de las poblaciones que legitima la expropiación del territorio y la distribución y explotación de sus habitantes clasificando sus vidas como desechables o superfluas.

Necropolítica: La política como trabajo de muerte
6 de diciembre de 2013

Por Helena Chávez Mac Gregor 
Becaria del Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM Instituto de Investigaciones Estéticas Universidad Nacional Autónoma de México 

Introducción
S i algo nos dejó la Teoría Crítica del siglo XX como legado es la responsabilidad de elaborar una crítica de los sistemas totalitarios no sólo desde las manifestaciones del horror y su espectáculo, sino desde las condiciones de posibilidad que permiten su surgimiento y desarrollo. Hoy día, ya debería ser claro, el estupor que provoca el fascismo no es su supuesta excepción sino, más bien, la manera en la que se normaliza y naturaliza bajo otras categorías en el presente. Si bien el fascismo fue el aplastante resultado de ciertas obsesiones de la modernidad como la nación, la colonización, la acumulación, la raza y el exterminio, lo preocupante, como ya advertían desde hace más de cuarenta años Deleuze y Guattari es que el fascismo, como lógica de hacer política, no ha cesado de proliferar. En este sentido, el problema con la visibilidad y casi obsesión con la que se ha identificado el poder de opresión y de represión, que caracteriza al fascismo, con ciertos regímenes y retóricas específicas, es que pareciera que la lógica de muerte se reduce a una manifestación ejemplar y única.

En respuesta a esto, lo que parece necesario es no mirar al otro lado, e interrogarnos cómo se puede pensar y desde dónde ese lugar del poder donde la política toma la forma de un trabajo de muerte. Una vía que me parece relevante para ello es la que abre la categoría de necropolítica propuesta por el historiador y filósofo camerunés Achille Mbembe. Este camino no sólo señala cómo el correlato entre soberanía y excepción es la de una política donde la vida se produce desde su desechabilidad sino que rastrea su conformación, en un arco mucho más profundo que el de los fascismos del siglo XX, a los procesos mismos de colonización.

Lo que este texto propone es presentar ciertas herramientas para pensar y analizar cómo opera en la política contemporánea esta lógica de la administración de la muerte. Desde ahí quizá podamos entender que el peligro de los fascismos no está en las huellas y las formas del pasado sino en las condiciones que siguen operando en el presente.

La noción de necropolítica, que tanto hemos escuchando en los últimos años en una especie de moda teórica que muchas veces no da cuenta de la inmensa complejidad de dicho término, fue acuñado por Achille Mbembe como respuesta para pensar la lógica que se detonaba de manera global posterior al 11 de septiembre y que fundamentaba lo político en nociones como la guerra, el terror y el enemigo. Como él mismo lo planteó en la conferencia que dictó en el simposio “Estética y violencia: necropolítica, militarización y vidas lloradas” en la Ciudad de México en 2011: “El término, “necropolítica”, lo usé, por primera vez, en un artículo que fue publicado en Public Culture, en 2003, una publicación estadounidense. Había escrito el artículo inmediatamente tras el 9/11, mientras los Estados Unidos y sus aliados desencadenaban la guerra contra el terror que luego resultaría en formas renovadas de ocupación militar de tierras lejanas y en su mayoría no-occidentales, así como lo que yo llamaría la “planetarización” de la contra-insurgencia, una técnica que se perfeccionó durante las guerras de resistencia anticoloniales, sobre todo en Vietnam y Argelia.

Antes del 9/11 varios académicos y pensadores buscaban nuevos vocabularios e intentaban aprovechar nuevos recursos críticos con el objetivo de dar cuenta de lo que deberíamos llamar “las depredaciones de la globalización neoliberal”. Yo diría que esto empezó mucho antes que 9/11 y que tomó mucho impulso en su estela. Entonces, “las depredaciones de la globalización neoliberal”, las formas de violencia que conlleva, incluso la privatización de la esfera pública, el fortalecimiento del estado, y más allá su reestructuración económica y política por el capital global”. El sueño, tras la caída del muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, intentó generar la ilusión de una era, la posmodernidad, que permitiría bajo el lema de el “fin de la historia” y el “fin de lo político” diluir las grandes narrativas y los conflictos dialécticos entre capitalismo y comunismo. Con esto se intentaba asegurar la política como un momento de consenso en el que el Estado funcionaría, desde su alianza con el neoliberalismo, como una administración del bienestar y de la multiculturalidad.

Este sueño del “fin” quedó completamente desecho, en términos globales, tras el ataque de las Torres Gemelas en la ciudad de Nueva York en 2001. Lo que se iniciaba era la activación del discurso sobre el choque de civilizaciones que, bajo el esquema de Occidente versus Oriente, reactivaba el fantasma de la soberanía para articular una práctica política basada en la posibilidad del Estado de excepción. Es importante subrayar la emergencia del paradigma de la soberanía, pues es desde ahí que se ha intentado articular una práctica política basada en la dicotomía amigo/enemigo que, si bien es parte fundamental del relato moderno -Carl Schmitt pretendió fundar en esta dicotomía, la diferencia polí- tica específica desde la cual determinar lo político- ha cobrado una actualidad asombrosa en los Estados contemporáneos. En este sentido, el tono apocalíptico deslavado que había tomado la política, en los años ochenta y noventa, de pronto se tornó en un discurso civilizatorio sobre la guerra y el terror como el fundamento mismo de lo político, re-activando las formas de la filosofía política que, desde la modernidad, habían legitimado el uso de la violencia por parte del Estado bajo la distinción de entre medios y fines.

El contexto en el que surge la argumentación de Mbembe es importante pues es desde este horizonte que debemos comprender la radicalidad de una noción que buscaba situarse en los debates de esos años. Intentaba no sólo entrar en discusión con otros autores que estaban cuestionando la noción de soberanía y excepción, como lo hacían, entre otros, Agamben, Negri y Hardt y Butler, sino también poder enfrentar, desde la propia académica norteamericana, un tipo de discurso que justificaba en la guerra los modos de ocupación e intervenciones militares, específicamente en Irak y Afganistán.

La importancia de la categoría de necropolítica era posicionar una noción que permitiera generar una crítica al modelo político de la excepción mostrando que la lógica de la política como administración y trabajo de muerte se había normalizado y que esta forma de trabajo de muerte no era algo nuevo sino que estaba localizada en una genealogía mucho más compleja, en el corazón mismo del proyecto colonial y que aquello que había sido la producción de vidas desechables en la plantación, era, en pleno siglo XXI, la regla. Así, el uso de la categoría, según lo expone el propio Mbembe, intentaba referirse al menos a tres cuestiones centrales:

  • “Primero, referirme a aquellos contextos en que lo que comúnmente tomamos como el estado de excepción se ha vuelto lo normal, o al menos ya no es la excepción. La excepción se ha vuelto lo normal. Y tales situaciones no pertenecen exclusivamente al momento post 9/11. La genealogía es mucho más profunda. Las podemos rastrear hacia atrás hasta dónde queramos. Eso fue lo primero.
  • Segundo, lo usaba para referirme a aquellas figuras de la soberanía cuyo proyecto central es la instrumentalización generalizada de la existencia humana, y la destrucción material de los cuerpos y poblaciones humanas juzgados como desechables o superfluos.
  • Y también lo usé para referirme, como el tercer elemento, a aquellas figuras de la soberanía en las cuales el poder, o el gobierno, se refieren o apelan de manera continua a la emergencia, y a una noción ficcionalizada o fantasmática del enemigo. (…).

Así que el término, por lo menos en la forma en que yo lo manejaba, se refiere fundamentalmente a ese tipo de política en que la política se entiende como el trabajo de la muerte en la producción de un mundo en que se acaba con el límite de la muerte”. En este sentido, la necropolítica es una categoría que nos permite problematizar la fundamentación de la política contemporánea desde los modos en que se han entrelazado por un lado, violencia y derecho, y, por el otro, excepción y soberanía. Este debate está presente en toda la filosofía política moderna, lo interesante aquí es como Mbembe se inserta desde una genealogía crítica para revisar el apologético discurso contemporáneo que encuentra en la guerra, el enemigo y el terror, la justificación de la excepción. La genealogía que permite el análisis de Mbembe sobre el papel de la excepción es la abierta por Michael Foucault en la biopolítica. En ella Foucault va a localizar la lógica de administración de la vida donde la modernidad encuentra un umbral biológico. La biopolítica, según lo plantea Foucault, es una tecnología del poder que se establece como la condición histórica desde donde se fundan los Estados modernos. Una lógica donde la política, entendida como el control, distribución y determinación de la vida se genera desde clasificaciones biológicas y formas de regulación (salud, higiene, natalidad, longevidad, raza). Estas distribuciones y clasificaciones de la vida permiten que la soberanía, que se había planteado desde finales de la Edad Media como el poder de matar y dejar vivir, se convirtiera en una especie de administración de una lógica gubernamental en el poder de hacer vivir y abandonar a la muerte. Es decir, la soberanía se configura como una lógica del poder de muerte que se conforma desde una regulación de la vida biológica de la población por parte del Estado. Mbembe retoma los planteamientos de Foucault6 pero en ellos resalta el lugar que tiene la colonia.

En ella la biopolítica se convierte en necropolítica, es decir, la colonia será el espacio donde la administración de las poblaciones se dará bajo una lógica de guerra que legitima la expropiación del territorio y la distribución y explotación de sus habitantes bajo la significación de la vida como desechable o superflua. La violencia de la ocupación implanta una política de muerte que se concreta en la figura de la plantación: “La condición del esclavo es por tanto, el resultado de una triple pérdida: pérdida de un hogar, pérdida de los derechos sobre su cuerpo y pérdida de su estatus político.

Esta triple pérdida equivale a una dominación absoluta, a una alienación desde el nacimiento y a una muerte social (que es una expulsión fuera de la humanidad). En tanto que estructura política-jurídica, la plantación es, sin ninguna duda, el espacio en el que el esclavo pertenece al amo”. Para Mbembe la biopolítica no se puede entender sin su contraparte: la excepción en la colonia, y ahí lo fundamental de su análisis. Esto es lo que nos permite rastrear por un lado ese espacio fundamental de la violencia que se encuentra en todas las historias coloniales, y que es necesario subrayar para entender las condiciones en las que se experimentó la política en gran parte del mundo -y desde ahí entender los efectos y afectos que todavía provoca- y, por otro lado, pensar la colonia en su condición contemporánea para problematizar cómo este paradigma sigue operando. En este sentido, la colonia, según lo planteado por el autor, representa el lugar en el que la soberanía consiste fundamentalmente en el ejercicio de un poder al margen de la ley y donde la paz suele tener el rostro de una guerra sin fin. La ocupación colonial implica una cuestión de adquisición, de delimitación y de un control físico y geográfico. Aquí, el ejercicio de la soberanía, clasifica, bajo ninguna otra legitimidad que la de la guerra y la conquista, la distribución de sujetos y la delimitación donde hay vidas que son desechables. Este esquema, aunque se ha modificado, no parece haber desaparecido en la colonia contemporánea.

La ocupación, que sigue teniendo como fundamentación la guerra y la excepción como forma de soberanía, sigue generando un modelo donde la política es un trabajo de muerte que permite el control de los territorios para, en la mayoría de los casos, generar una explotación de los recursos naturales, laborales, de manufacturación o de paso para la circulación de mercancías. En este sentido, hay que notar la compleja articulación entre las maquinarias capitalistas y las ideologías nacionalistas. El fantasma del Estado nación sigue operando, como lo hizo en las antiguas colonias, para justificar la conquista como modo de aniquilamiento, pero este poder corre paralelo a figuras y dispositivos que rebasan la estructura del Estado nación como lo son las corporaciones internacionales o el narcotráfico. Un aspecto crucial para entender el tipo de dispositivos y tecnología de la violencia contemporánea es entender que, aunque los marcos que buscan la legitimación de la violencia siguen fundamentados en nociones modernas como la guerra, la soberanía y el enemigo, ya no se pretende que el monopolio de la violencia se encuentre en el Estado. Ahora, una serie de máquinas9 se entrelazan para poder generar el terror necesario para el control de los recursos y la explotación de éstos.

Según lo explica el propio Mbembe: “Estás máquinas se componen de facciones de hombres armados que se escinden o se fusionan según su tarea y circunstancia. Organizaciones difusas y polimorfas, las máquinas de guerra se caracterizan por su capacidad para la metamorfosis. Su relación con el espacio es móvil. Algunas veces mantienen relaciones complejas con las formas estatales (que pueden ir de la autonomía a la incorporación). El Estado puede, por sí mismo, transformarse en una máquina de guerra. Puede, por otra parte, apropiarse para sí de una má- quina de guerra ya existente, o ayudar a crear una. Las máquinas de guerra funcionan tomando prestado de los ejércitos habituales, aunque incorporan nuevos elementos bien adaptados al principio de segmentación y desterritorialización. Los ejércitos habituales, por su parte, pueden apropiarse fácilmente de ciertas características de las máquinas de guerra”. Esta estructura del poder que genera una violencia extrema está inscrita en la lógica contemporánea, y lo que ha producido es una condición de excepción que se extiende, normaliza y marca una temporalidad basada en la muerte: una condición donde el futuro se desvanece en el presente. Esta lógica, a 12 años del ataque de las Torres Gemelas, se ha institucionalizado, y genera una serie de prácticas, retóricas, tecnologías y formas de seguridad que antes eran impensables bajo marcos legales: ataques con drones, espionaje y compra de información tanto de Estados como de particulares, leyes antiterrorismo, centros de detenciones, expulsión masiva de inmigrantes, creación de campos de refugiados y diversas formas donde la excepción se inserta como derecho.

Entre las consecuencias de esta lógica política están, por un lado, establecer el derecho de matar, y por el otro, la significación de la vida como desechable. En grandes rasgos este es el contexto en el que surge la noción de necropolítica y las líneas de argumentación que traza. En este sentido, esta categoría puede ser una herramienta -que nunca una fórmula- para plantear, más allá del estupor y el afecto que la guerra y el terror generan, una posible crítica a la violencia. Esta categoría, y de ahí su importancia, puede ser un detonador para revisar las condiciones en las que muchos lugares, pero en específico quisiera nombrar el caso de México, se establece como norma la condición de excepción, donde ya no sólo es el Estado sino esa máquina de guerra en la que el capitalismo insiste para poder mantener la explotación de recursos y el control de las poblaciones.
Menciono el caso de México porque es mi referente directo. Es evidente que las condiciones de violencia se han complejizado en los últimos años de manera vertiginosa. Un claro fallo del Estado (corrupción, mala administración, imposibilidad de transición partidaria, nepotismo, neoliberalismo y monopolio feroz, etc), mezclado con la proliferación de grupos narcotraficantes (desde los años 80 existen grupos importantes, pero a la vez que el Estado perdía el poder sobre ellos, éstos de multiplicaron y ramificaron) han determinado unas condiciones donde la política en algunas zonas del país se acerca cada vez más a una mera administración de la guerra para un trabajo de muerte. En este sentido, no podemos menospreciar el lugar que el narcotráfico tiene para la política y tampoco el tipo de discurso que activa sobre el enemigo para justificar y legitimar formas de control y represión del Estado. Este tipo de guerra forma parte de un juego retórico complejo en el que se pretende identificar a la máquina de guerra como el enemigo, aunque, como describía Mbembe, esto es casi imposible dada la condición de esta máquina de ser una organización difusa y polimorfa.

Sin duda, la guerra y el terror -en el que es difícil diferenciar los cuerpos militares, de los policiales, de los grupos de narcotraficantes, de los paramilitares o hasta los grupos de autodefensas- es el campo más fructífero para legitimar el estado de excepción, para establecer el derecho de matar y, donde la población más vulnerable, es aquella sin armas: “En tanto que categoría política, las poblaciones son más tarde disgregadas entre rebeldes, niños-soldado, víctimas, refugiados, civiles convertidos en discapacitados por la mutilaciones sufridas o simplemente masacrados siguiendo el modelo de los sacrificios antiguos, mientras que los ‘supervivientes’, tras el horror del éxodo, son encerrados en campos y zonas de excepción”.12 Si bien estas condiciones se pueden identificar a ciertos procesos e instituciones específicas, será importante entender que el problema de estas lógicas, como señalaron Deleuze y Guattari, es que no operan en una especie de “exterioridad” sino que proliferan y se multiplican en los campos y territorios de producción del sujeto.


Está política como trabajo de muerte tiende a ser totalitaria, a abarcarlo todo y desde ahí, se hace difícil imaginar otra significación de la política. La necropolítica sin duda puede ser una categoría fundamental para generar una crítica a la actualidad, pero también, habrá que entender su límite. Desde ella no se pretende encontrar otras formas de la política, por lo que será importante mirar hacia otros lados, a otros procesos y otras categorías que permitan fisurar, quebrar y desbordar la lógica de muerte. De ahí, habrá que cobrar fuerzas y buscar la resistencia de ser ante y por la política puro desecho, abandono y muerte. Leer

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