lunes, 29 de abril de 2013

Tengamos qué significa la seguridad jurídica para las transnacionales a cuyo beneficio está el modelo extractivista


Inversión extranjera directa y Estado de derecho: 
Amenazas a la democracia y a la sociedad 

Por Pablo Dávalos 
La noción de “inversión extranjera directa” se ha convertido en una especie de  dispositivo ideológico del capitalismo tardío que encubre sus derivas financieras y  especulativas, al mismo tiempo que justifica y otorga un cariz de legitimidad  jurídica y política a los procesos de privatización territorial y criminalización  social. La inversión extranjera directa y su correlato del Estado de derecho (o Estado  social de derecho) son ahora una de las amenazas más importantes en contra de la  democracia y la sociedad. Urge, entonces, comprender qué existe detrás de este  concepto aparentemente inocuo de “inversión extranjera directa”, y cómo se  relaciona con aquel de Estado de derecho, como formas políticas de la dominación  en el capitalismo tardío.(…)   

La convergencia normativa: criminalización social y seguridad jurídica 
Ahora bien, es necesario que los Estados reconozcan ese estatuto especial que  tiene el inversionista y que tiene la inversión extranjera. De una u otra forma, los  Estados están obligados a articular su legislación interna y sus normas de tal  manera que éstas se pongan en función de las necesidades y prerrogativas del  inversionista y de la inversión extranjera.  Este proceso se denomina convergencia normativa y su expresión mayor está en el  reconocimiento que hacen los Estados a la seguridad jurídica para el inversionista  y sus inversiones. Los Estados están obligados a reconocer ese estatuto supranacional y por fuera de toda regulación interna que tiene el inversionista y la  inversión extranjera.

Cuando un Estado reconoce la seguridad jurídica del  inversionista en el ámbito contractual (o Constitucional), se convierte en Estado de  derecho.  No obstante, la construcción del Estado de derecho tiene su lado numinoso, y hace  referencia al hecho de que a medida que los inversionistas ganan espacios de  reconocimiento jurídico, la sociedad y los ciudadanos los pierden.  La seguridad jurídica implica necesariamente la criminalización social. Se trata de  una conclusión lógica porque los inversionistas van a reclamar derechos de  propiedad que muchas veces atentan y lesionan incluso a los derechos humanos.  Muy rara vez los negocios van de la mano de los derechos humanos

El horizonte  de rentabilidad excluye cualquier consideración ética a nombre de la eficiencia  mercantil.  Cuando la sociedad reclama por los derechos humanos lesionados por la eficiencia  mercantil, los inversionistas acuden al expediente de acusar al Estado de falta de  garantías jurídicas para la inversión, y en virtud de que las decisiones de los  inversionistas implican los niveles de inversión, empleo, consumo, ingresos de  toda la sociedad, los gobiernos generalmente dan razón a los inversionistas en  contra de la sociedad.  De ahí que cualquier situación que amenace a los derechos de propiedad de los  inversionistas amerite duras respuestas por parte de los gobiernos que no dudan  en poner todo el poder legítimo de la violencia en beneficio exclusivo de los  inversionistas y sus inversiones.  

Quienes reclaman por sus derechos humanos, sociales y colectivos lesionados por  los derechos de propiedad de los inversionistas, generalmente son perseguidos e  incluso criminalizados, muchas veces bajo el expediente del terrorismo. Muchos  líderes sociales que han defendido sus territorios ancestrales de la depredación y  del abuso de los inversionistas extranjeros, sobre todo en el caso de las industrias  extractivas, han sido criminalizados por sus respectivos Estados y acusados de  sedición y terrorismo. Muchos dirigentes laborales que han confrontado la  sobreexplotación de la cual son víctimas, han sido víctimas de secuestros,  asesinatos, persecuciones, criminalización por parte de estos inversionistas  extranjeros, con la complicidad del Estado de derecho. 

La conclusión parece evidente: a mayor seguridad jurídica mayor criminalización  social. De esta manera, el Estado de derecho, en realidad, es el Estado de  criminalización social. Esto que parece ser tanto una exageración cuanto una  antinomia se ejemplifica de manera evidente cuando se recorre el camino de las  inversiones extranjeras y se constata que junto a éstas hay una estela de conflictos sociales, represión gubernamental y criminalización social: de los femicidios de  Ciudad Juárez a la sobreexplotación laboral en las fábricas chinas media la  presencia del inversionista y la inversión extranjera como factótum de su propia  violencia. Empero, el Estado de derecho es más peligroso aún para los derechos humanos,  sociales y colectivos, porque abre un espacio transnacionalizado de coerción hecho  en función específica de los derechos de propiedad y legitimado por fuera del  Estado.  Los inversionistas han construido un locus de soberanía jurídica que rebasa la  soberanía política de los Estados y, en tal virtud, pueden ejercer la capacidad  coercitiva que permite el derecho y las leyes en beneficio propio y sin ninguna  consideración social ni ética. Los acuerdos que se discuten en la OMC a propósito de los derechos de propiedad  intelectual (Anti-Counterfeiting Trade Agreement, ACTA por sus siglas en inglés),  les otorgan a los inversionistas una capacidad coercitiva a nivel internacional y un  peso jurídico que no tiene ni siquiera la Corte Penal Internacional. El Acuerdo  ACTA, de suscribirse tal cual lo está discutiendo la OMC, le da la posibilidad al  inversionista de revisar y controlar el comercio mundial, sin la necesidad de  permisos estatales y bajo la cobertura de luchar contra la falsificación de los  derechos de propiedad intelectual.  Pero no solo les da el control sobre el comercio mundial sino también capacidades  coercitivas que generalmente son prerrogativas de los Estados-nación.

Tanto los Acuerdos de Libre Comercio, como el ACTA, o los Tribunales de Conciliación y  Arbitraje para asuntos relativos a inversiones, dan cuenta de que en la hora actual,  el Estado de derecho es el principal enemigo de la democracia, de los derechos  humanos, sociales y colectivos, y de la sociedad en general. La conclusión parece  contradictoria pero no por ello menos real: a más Estado de derecho, menos  democracia y menos garantía para los derechos humanos y colectivos. 

La colonización epistemológica
Otro cambio importante y que hace referencia a la conformación del inversionista  y de la inversión extranjera no solo como sujetos propios de derecho y como  actores de la gobernanza mundial, está en los cambios suscitados en la teoría  económica que ahora articula sus marcos teóricos y explicativos en función,  precisamente, del inversionista y de la inversión extranjera.  Mientras que en la teoría del desarrollo el crecimiento económico dependía de la  relación ahorro-inversión, ahora el crecimiento económico depende de forma  exclusiva de la inversión extranjera directa y, en consecuencia, de la seguridad  jurídica, de la estabilidad macroeconómica, de la disciplina fiscal, de la  convergencia jurídica.  No se menciona más la relación ahorro-inversión como parte de la estrategia de  crecimiento económico. Es más, en la jerga de los economistas neoliberales (que al  momento son la mayoría), ya no hay países en vías de desarrollo, sino “mercados  emergentes”.  En los documentos oficiales el concepto de mercados emergentes sirve para  denominar a aquellos que antes estaban en vías de desarrollo. Los países que no alcanzan a emerger son puestos en la lista negra de Estados parias (también se los  ha denominado como Estados fallidos). Es decir, excluidos de la globalización, de  los flujos de capital y, en consecuencia, de la inversión extranjera directa, y  susceptibles de ser invadidos y ocupados militarmente.  

Esta transición conceptual desaloja de la teoría todo aquello que haga referencia a  la sociedad y a las complejidades que la definen y estructuran. Es un retorno a la  idea de que el sistema económico es la trasposición al ámbito social del  comportamiento egoísta y maximizador del homo economicus.  De esta manera, ahora el desempleo no es un problema social sino una cuestión  individual. El desempleo que existe no tiene nada que ver con el capitalismo sino  con las preferencias racionales de consumidores que pueden adecuar de forma  racional sus expectativas, habida cuenta de que los mercados generan información  a través del sistema de precios.  En otros términos, el desempleo es culpa de las personas que no quieren aceptar el  trabajo existente porque, supuestamente, no están de acuerdo con el nivel de  remuneraciones que se les ofrece. Ha desaparecido, en consecuencia, toda  referencia a la sociedad y ésta se convierte en el campo de batalla de personas  egoístas y racionales. En esta sociedad en donde los egoísmos pueden desgarrar de  manera radical el tejido social, el mercado actúa como articulador y armonizador  de esos egoísmos. Es una especie de bálsamo que cura ese desgarre casi natural  producido por la confrontación de intereses contradictorios. Es por ello, que la teoría económica no hace referencia a procesos globales ni  sociales. Ahora, el desarrollo no es obra de una sociedad que articule de manera  coherente sus decisiones de ahorro-inversión, sino más bien de las garantías que  esta sociedad pueda ofrecer a la inversión extranjera y a la apertura a los mercados  mundiales.  

Si hay seguridad jurídica, si existe disciplina fiscal, si los Estados están  armonizando sus leyes internas con las disposiciones de la OMC, en virtud de la  convergencia normativa, si hay apertura para la libre circulación de capitales, y si  los derechos de propiedad están lo suficientemente claros para que no generen  costos de transacción al sistema, entonces esa economía puede emerger en la  globalización y crecer económicamente, y a medida que crece en términos  económicos puede resolver sus problemas de pobreza, desempleo, desinversión,  etc.  Esta colonización teórica empezó en la década de los años ochenta de la mano del  FMI y se ha consolidado al punto de convertirse casi en un tópico: para crecer se  necesita inversión y ésta, por definición, viene de fuera.

El inversionista se  convierte en la condición de posibilidad para el empleo, la producción, la inversión,  el consumo, etc. Sus decisiones definen las posibilidades de las sociedades. La  relación ahorro-inversión no tendría nada que ver con la ideología neoliberal de la  seguridad jurídica, la inversión extranjera directa, la flexibilización de los  mercados, la desregulación social, la apertura comercial y la convergencia  normativa. Para que la inversión no se asuste y no huya de un país o región determinadas y  esto provoque recesión, crisis y desempleo, es necesario no hacer ruido con leyes  laborales, exigencias ambientales, requerimientos éticos, obligaciones fiscales o  demandas en derechos humanos. Tampoco hay que generar señales de indisciplina  fiscal con gasto público en salud, educación o bienestar social. Es mejor quedarse  callados cuando la inversión extranjera desmantela los países, cuando hunde en la  miseria a vastos conglomerados humanos, cuando irrespeta los derechos humanos,  cuando destruye la naturaleza, cuando fractura las sociedades y las sume en la  violencia y la desintegración total.

Tal es la distopía inherente del Estado de  derecho y la pretensión final de los inversionistas extranjeros. 

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